Pensamos que la risa es una consecuencia de la alegría y no sería malo que analizáramos esa definición. Existe entre los animales la alegría de la vida, pero la admirable locura que llamamos risa se encuentra únicamente en el hombre. Nada hay en la creación inferior que produzca algo semejante a la risa. Los valles no sonríen a las montañas ni estas se estremecen de risa. El caballo no ríe así como no habla ningún animal demuestra su alegría riendo. Pero, si meditamos un momento, nos convenceremos de que nada es tan inexacto como afirmar que la risa es solo consecuencia de la alegría.
La risa es exclusivamente humana porque solo el hombre tiene alma y es una manifestación externa de un sentimiento como puede ser la palabra. Es una sutileza del espíritu, y por lo mismo ningún animal y ninguna cosa inanimada pueden poseerlo.
La risa, desde el punto de vista filosófico, puede ser explicada como efecto de una justa posición inesperada de dos ideas o la relación imprevista de dos juicios; ante todo, es preciso que será cosa inesperada. Nunca nos reímos un minuto después de decir una frase o de escucharla, sino que lo hacemos en el mismo instante de hablar o simplemente de pensar algo que puede provocarla, y cuando queremos que otro ría, tratamos de sorprenderlo, nunca lo ponemos en guardia, muchas veces decimos una frase cualquiera sin intención y si alguien ríe al escucharla es entonces que la analizamos la encontramos graciosa, pero como lo que a unos parece gracioso a otro puede parecer insulso, no es posible reglamentar la risa.
Hay personas que la usan para disimular una contrariedad, otras que la toman como un gesto cortés o condescendiente; en estos casos está sujeta a convencionalismos. Hay veces que es sincera y es una de las manifestaciones más bellas en la persona. Hay ocasiones también, que aun en su sinceridad quiere decir algo desagradable; me refiero a que no siempre se ríe por algo bueno. En realidad, la única risa buena es la producida por la sana alegría. ¿Qué diremos de la risa que es provocada por un pensamiento burlón? Tomemos por ejemplo lo que sucedió a un visitante que preguntó a una niña de ocho años: “¿Qué harás tú cuando seas grande como tu mamá?” La niña miró un instante a su madre, quien, además de ser grande a sus ojos era demasiado gruesa, y contestó: “Haré lo que Julia mi hermana, me pondré a dieta”. El visitante no pudo menos que sonreír, a lo que es lo mismo, contener la risa que aquella oportuna observación le produjo; disimuló su burla bajo la sonrisa, convirtiéndola en un gesto cortés para no ofender a la mamá, quien, a su vez, sonrió para ocultar la contrariedad que le causó la idea de que su amigo se daba cuenta exacta de su gordura.
Tenemos un instintivo terror a la burla, acaso sea una de las cosas que más ofende nuestro “yo” interior. Nuestro amor propio se siente sacudido hasta su fibra más íntima cuando alguien pretende hacernos objeto de una burla, no importa que pensemos que quien se burla tiene razón. Podemos mirarnos como en un espejo y estar ciertos de que el otro no miente; porque somos espirituales al mismo tiempo que materiales, somos capaces, no solo de vernos a nosotros como otros nos ven, sino hasta con mayor claridad si somos lo suficientemente sinceros; por lo tanto, percibimos la ridiculez de nuestros actos en ciertas ocasiones y hasta adivinamos lo que los demás piensan de nosotros; pero no nos gusta ser motivo de risa. Nos haría falta una considerable dosis de humildad para reírnos de nuestras propias fallas y excentricidades.
La caricatura se basa en hecho de que alguien descubre en nosotros una peculiaridad. Un caricaturista pinta un grupo de veinte personas en una sala, y hace resaltar el aspecto ridículo de cada una de ellas. Comprobamos muy fácilmente que las caricaturas de los otros están muy bien hechas, pero no opinamos lo mismo de la nuestra. Pocos serán los que tengan la humildad de Sócrates que fue satirizado duramente por Aristóteles en su comedia Las nubes. Sócrates fue al teatro y estuvo de pie durante todo el espectáculo para que los demás pudieran ver cuán real resultaba la caricatura que se hacía de él. Sin embargo, en muchos casos el caricaturista no tiene mala intención; su mano pinta con facilidad y sus ojos artísticos miran al individuo desde un punto de vista especial donde el defecto físico ocupa el primer término. Sucede lo mismo con la habilidad que tienen muchos para observar e imitar a los otros en su manera particular de andar o de hablar o de expresarse.
En este último caso abunda mucho más el mal intencionado, o el que busca hacer reír a los otros por la necesidad de reír a su vez. Reímos a costa de sensibilidades ajenas, se hacen chistes a base de defectos de las razas. Los irlandeses, los alemanes, los judíos de la generación a la nuestra, amaban sus tradiciones y no se ofendían por los chistes que se hacían respecto a ellos; hoy miran esos cuentos como un insulto. Sucede lo que a los niños que se enojan cuando se ríen de ellos. No podemos pensar que tengan una idea exacta como puede tenerla una persona mayor de lo que significa la burla, pero su sensibilidad es excesiva y no admite el menor roce que pueda lastimarla. El niño, lo mismo que aquellos que se ofenden por los cuentos que aluden a su nacionalidad, son poco espirituales y no tienen un amplio concepto del universo. La materialidad en medio de la cual vivimos no nos permite distinguir cuando se trata de una burla y cuando de una sátira de humor. Nunca crecemos lo bastante para ser humildes e incluso hacemos nuestra cualquier falla que se aplica a uno de nuestra misma nacionalidad.
Se dice que la risa es la salud del alma, desde luego refiriéndose a la risa sana a la que nos referimos antes.
Es la ligera alegría que puede provocarnos el leer un libro gracioso, sin groserías, el escuchar una disertación amable con ribetes de ingenio, el relatar cualquier incidente que sin llegar a ofendernos toma lugar en nuestra vida pasada como anécdota. Sin embargo, cuántas veces, lo que nos hizo reír un día, al volver a escucharlo o al volver a leerlo, no nos causa la misma alegría y la misma risa. ¿Por qué pudo, entonces, ser un acto de salud para el alma, y ahora no lo es? ¿Qué ha cambiado? ¿El chiste… nosotros? Quizá sean simplemente las circunstancias: cuando lo oímos la primera vez, fue en la acogedora sala de nuestra casa, junto a nuestros padres y nuestros seres más queridos, no teníamos preocupaciones y nuestro espíritu asimiló sanamente aquello. Ahora lo escuchamos o leemos en muy distinto estado de ánimo; en soledad buscando afanosamente reír, olvidar algún dolor profundo y presente, y no le encontramos la gracia. Sorprendidos, nos decimos: ¿pero, cómo pude reír tanto al oír esta simpleza? Y también solemos decir: ¡qué poca alegría y qué negro ánimo hay en mí! Ninguna de ambas frases encajaría en algo así. Ni la gracia se ha perdido ni nosotros hemos perdido la alegría; lo que sucede es que las circunstancias pasadas y las presentes son distintas; las pasadas tuvieron más espiritualidad que las presentes, y el chiste fue espontáneo, no buscado; al repetirlo perdió su originalidad y su fuerza.
Si no existe la filosofía de la vida, sino hay mudanza constante en la existencia humana, entonces solo hay aburrimiento; se necesita el contraste en todo: si no hay drama no puede haber comedia, sino hay malo, no puede haber bueno, por eso la risa es la manifestación espiritual externa. Aparece en nosotros cuando algo nos hace gracia, cuando estamos alegres, cuando nos burlamos de alguien, así como llorarnos cuando sentimos el dolor. Cuando la burla llega a la crueldad, la risa es el resultado de la degradación o de la caída de los altos valores. Por lo general nos burlamos de las cosas más serias y por ese motivo hay tantos chistes referentes al matrimonio. Se siente la necesidad de satirizarlo porque es algo que sujeta; porque el valor moral que representa está tan alto como nuestro propio valor espiritual. Significa el principio de la sociedad y está formado por los hijos, o por un hombre y una mujer que han adquirido derechos divinos y humanos uno con respecto al otro. Estas sátiras son una especie de venganza a su seriedad, un desahogo humano, impotente ante una fuerza espiritual, y podemos reírnos de todos los chistes impersonales sobre el matrimonio, pero no nos reímos del de nuestros padres, ni nadie se ríe del propio.
Cualquiera puede reír del vecino si lo ve llegar ebrio y no puede abrir la puerta de su casa, pero si es alguien de nuestra familia quien llega ebrio nos apresuramos a abrir la puerta para que el vecino no se ría de él. No nos causa risa ver correr a alguien para alcanzar un tranvía, pero sí nos reímos de un tipo que corre detrás de su sombrero que el aire arrastra. Nos reímos despiadadamente si vemos que alguien se cae porque se ha resbalado con una cáscara de plátano, pero si somos nosotros los que resbalamos sentimos ira al ver que se ríen de nosotros.
Todas las cosas serias, cuando adquieren un ángulo ridículo, pueden ser motivo de risa. Las suegras y los suegros también son un conflicto real en su mundo de hechos y valores. Samuel Butler dijo una vez a una mujer: nunca has sido buena como madre, pero serás muy buena como suegra. Ella, en lugar de ofenderse, le respondió: ¡Nunca te aceptaré como yerno!
Continuamente se ofende a este parentesco y se le hace objeto de chistes donde siempre la suegra es un verdugo, el suegro un señor necio que nada más está comparando a su esposa muerta con la esposa de su hijo, encontrándole mil defectos, y por lo que he visto y escuchado, hay más suegras buenas que malas.
Pero volviendo a la risa, hemos aceptado que ésta supone un contraste entre el mundo de hechos y el mundo de valores. Pero cuando el contraste o la degradación de los valores se lleva más allá de cierto límite, entonces la risa tiene un significado muy diferente: ya no puede existir el buen ánimo, menos aún la risa sana; desaparece la sonrisa que disimula la risa ligera, que esconde en un gesto cortés o condescendiente el desagrado; muere la broma de un chiste hecho a costa de cosas serias y fallece también la sátira ingeniosa, no hay más que villanía y crueldad. Aristóteles decía en su “Poética”, que la risa nunca debería causar molestia a otros. La molestia que en principio produce la risa puede, si se lleva demasiado lejos, herir de verdad al que ha sido ridiculizado, y cuando hay destrucción completa de valor humano, puede haber también lágrimas. El defecto que vemos en los otros no debe constituir nunca un tema de humor, de risa, porque si el defecto es físico nadie es responsable de tenerlo. El reírse está permitido pero jamás debe llevarse a la crueldad; en ese caso ha dejado de ser la manifestación espiritual externa, es solo villanía.
Una persona que pretende estar enferma para hacerse interesante, es ridícula; pero una persona que realmente esté enferma nunca puede provocar risa, y tampoco podríamos reírnos si al vecino se le cayera la casa que había construido con inmensos esfuerzos o si se cayera su hijo de un quinto piso. No podemos reírnos de un ser deforme, ni de un ciego ni de un loco. Nuestro espíritu, por muy bajo que se manifieste por un momento, no puede aislarnos del terrible pensamiento de que si ahora nos reímos de una desventura ajena puede afligirnos más tarde a nosotros.
El alma humana, que es el elemento superior de todo mortal, tiene siempre un repliegue en su profundidad, algo dormido o desconocido que se despierta o se manifiesta cuando la crueldad anula los valores existentes en todo hombre.
Inconscientemente, los niños son crueles con los animales; su curiosidad los lleva a torturarlos, ríen y gozan jalando las orejas a los gatos y a los perros, pero si un día el gato se acuerda que es fierecilla aunque esté domesticada, araña al niño; un perro, aun siendo tan amigo de los pequeños, los muerde al sentirse lastimado. En esos casos los padres proceden llevados de su primer impulso y se lanzan sobre los animales castigándolos. ¿Quién ha tenido la culpa de esa crueldad? ¿No serán responsables los padres únicos con sentido común y con conciencia de lo que puede suceder? El niño ha sido cruel porque todavía no conoce los valores morales, y el animal solo ha procedido de acuerdo con su instinto defensivo. Nadie tiene disculpa para buscar la risa y el entretenimiento en la crueldad, ni siquiera en los animales. Nadie tiene mayor valor sobre su prójimo para ofenderlo con la risa que hiere.
Una vez un adolescente me dijo: “la crueldad es algo que todo hombre lleva dentro”. Como me vi sorprendido, su rostro tomó una expresión de conmiseración, le expresión que tienen los muchachos cuando hablan a una persona mayor y quieren decirle: ¡eres tonto! Rió burlón y agregó: “¿qué me dice de la guerra?, ¿no es algo esencialmente cruel?” “En efecto—acepté, la guerra es esencialmente cruel y nadie castiga las crueldades que se hacen en su nombre, pero no podemos tomarla como ejemplo para asegurar que el hombre lleva adentro la crueldad en todo momento. Por lo visto, tú olvidas que no solo es materia, sino también alma”. Este joven, no obstante su escepticismo fue después buen amigo mío, y ahora no opina como antes. He logrado convencerlo de que la crueldad es algo repugnante que el alma humana debe rechazar.
Para terminar, volvamos a la parte belle de la risa. Puede entrañar sentimientos de alegría, de burla, de ironía, de sátira, y puede ser también el gesto que oculta y que esconde un dolor. Recuerdo ahora una hermosísima prosa: “Yo quisiera decirte las palabras más profundas que tengo que decirte, mas no me atrevo a hacerlo por miedo de que rías… por eso ves que río de mí mismo y por eso echo a guasa mi secreto, y por eso hago burla de mi pena, por temor de que tú vayas a hacerlo”
La risa, como todas las cosas que derivan del alma, es agradable a Dios, cuando es buena. La puso no solo en nuestros labios sino también en los ojos porque Él no quiere que sea nunca efecto de una crueldad, la desea como manifestación pura de sentimientos generosos, resultado feliz de la alegría del espíritu. La hizo bella en la boca de los niños en donde es clave de eterna alegría.