En una casa de familia cristiana, dos de las hijas, después de la comida, leían ambas, junto a una ventana, la Historia Sagrada.
Se acercó un joven, y en tono burlón les dijo:
—¡Cómo! ¿Ustedes leen la Historia Sagrada? ¿No saben que no existe Dios?
—Si está usted tan seguro —respondió la más joven—, contéstenos a esta pregunta, ya que tanto sabe ¿Qué existió primero, el huevo o la gallina?
—¡El huevo!
—¿Y de dónde salió ese primer huevo?
—¡Oh, me equivoqué, primero fue la gallina!
—Entonces, ¿de dónde salió la primera gallina?
—La primera gallina… la primera gallina… ¿La primera gallina?
—Sí, la primera gallina. ¿De dónde vino?
—¡Qué gallina, ni qué gallina! Ya me están hartando con tantas gallinas.
—Diga más bien, señor sabelotodo, que no sabe Ud. la respuesta, y reconozca que sin Dios es imposible explicar tanto la existencia del huevo como de la gallina.
Nuestro buen hombre se retiró corrido, repitiéndose por lo bajo: ¿Qué habrá sido primero?
Preguntaba Lamartine a un picapedrero de S. Pont: ¿Cómo podéis conocer la existencia de Dios, si jamás habéis asistido a la escuela, ni a la doctrina, ni os han enseñado nada en vuestra niñez, ni habéis leído ninguno de los libros que tratan de Dios?
Respondióle el picapedrero ¡Ah, señor! Mi madre, en primer lugar, me lo ha dicho muchas veces; además, cuando fui mayor, conocí a muchas almas buenas que me llevaron a las casas de oración, donde se reúnen para adorarle y servirle en común, y escuchar las palabras que ha revelado a los santos para enseñanza de todos los hombres. Pero aun cuando mi madre nunca me hubiese dicho nada de Él, y aun cuando nunca hubiera asistido al catecismo que enseñan en las parroquias, ¿no existe otro catecismo en todo lo que nos rodea, que habla muy alto a los ojos del alma, aun de los más ignorantes? ¿Por ventura se precisa conocer el alfabeto, para leer el nombre de Dios? ¿Acaso su idea no penetra en nuestro espíritu con nuestra primera reflexión, en nuestro corazón con su primer latido? Ignoro qué opinarán los demás hombres, señor, pero en cuanto a mí, no podría ver, no digo una estrella, ni una hormiga, ni una hoja, ni un grano de arena, sin decirle: ¿Quién es el que te ha creado?
Lamartine replicó: —Dios, os responderéis vos mismo.
—Así es, señor —añadió el picapedrero—, esas cosas no pudieron hacerse por sí mismas, porque antes de hacer algo, es necesario existir; y si existían no podían hacerse de nuevo. Así es como yo me explico que Dios ha creado todas las cosas. Vos conoceréis otras maneras más científicas para daros razón de ello.
—No —repuso Lamartine—; todas las maneras de expresarlo coinciden con la vuestra. Pueden emplearse más palabras, pero no con más exactitud.