«YO RESPETO TODAS LAS OPINIONES…..».
I
En el pueblo del tío Taturra, según cuentan viejos pergaminos, hay una hermosa hacienda, de origen muy remoto, que perteneció en otros tiempos a los antiguos condes del Águila.
Así que San Fernando echó a los moros de aquella tierra andaluza, la hacienda, hasta entonces solitaria como castillo feudal, empezó a verse rodeada de alegres caseríos, que andando el tiempo vinieron a convertirse en hermosa población. Así se formaron en la Edad Media muchas de nuestras villas y aldeas, nacidas a la sombra de un monasterio, ya al lado de una rica abadía.
Dicha hacienda, si no es hoy, como antiguamente, la madre del pueblo, es al menos su protectora; a su amparo viven unas cuantas familias de trabajadores, y ella socorre a los pobres en tiempos calamitosos. Todas las noches del año va allí el cansado labriego a buscar su jornal, y lo lleva gozoso a su esposa, que con él le compra y arregla las viandas que al otro día ha de llevarse al campo.
Una noche, (debía ser cerca de Navidad), se notaba en ella cierta agitación.
Los jornaleros, detenidos en el despacho, esperaban impacientes la venida del amo, sin poder adivinar la causa de su tardanza. Una niña lloraba a gritos desaforados en el piso alto. Un joven bajaba las escaleras precipitadamente.
– ¿Qué ha pasado, Jacobo?, fue la pregunta que se escapó de todos los labios.
– Que mi prima Pepita se ha caído y se le ha saltado un ojo. Busquen corriendo al oculista: ¡una peseta al primero que le traiga!
– Pues estoy aquí de vuelta más pronto que un relámpago.
Así dijo el tío Taturra, y desapareció como por encanto. Cinco minutos después estaba ya de vuelta con el oculista, sujeto recién llegado al pueblo y que debemos dar a conocer.
Era un hombre entrado en años, de mucho mundo, solterón, de genio abierto, entre despreocupado y simpático, con ribetes de presumido, pues decía que había estudiado varias carreras, no sabemos en qué Universidad; que era boticario, farmacéutico, oculista premiado en Londres y dentista de S. M. Estas jactancias, muchas veces repetidas, dieron lugar a que la gente de humor le llamara «cajón de sastre«, la gente grave «doctor«, y los que no entendían jota de farmacología, ni óptica, le llamaban a secas el que cura los ojos y los dientes, o el médico nuevo, y más familiarmente «el sacamuelas«.
Pues el tal dentista y oculista, o cajón de sastre, llegó, subió, saludó a la familia, examinó a Pepita y anunció con satisfacción que no era cosa de cuidado. Con unos dulces y unos cuartos que las niñas de casa dieron a la pequeña, se le quitó todo, menos el susto y la señal del porrazo. Restituida la tranquilidad y la calma, el oculista hizo una cortesía a las señoritas y se dispuso a salir.
Jacobo y su padre le acompañaron hasta la sala de los jornaleros, pieza que había de atravesar para salir a la plaza. El dentista quiso pasar adelante, pero Jacobo le detuvo:
– No se vaya Vd., doctor; tome Vd. un cigarro y dese un calentón aquí, en la estufa, que la noche está fría.
El doctor no se hizo rogar; se acomodó en su asiento y encendió el puro que el joven le alargó. Entre tanto uno de los jornaleros decía en alta voz, con esa sencillez que caracteriza a la gente del campo:
– Me salió mal la cuenta; yo pensaba confesar esta noche con el capuchino, y el amo ha tardado tanto, que ya está la iglesia cerrada.
El oculista sonrió burlonamente, lo cual dio margen al siguiente diálogo entre él y Jacobo, pero no sin que el tío Taturra metiera su baza de vez en cuando:
– Doctor, dijo Jacobo, parece que la confesión no es cosa que le merezca a Vd. mucho aprecio.
– Le diré a Vd. Yo soy muy tolerante; yo respeto las ideas de cada cual; yo respeto todas las religiones….; pero tanta confesión y tanta beatería, la verdad, no me entra por el ojo. Basta ser hombre de bien…
– Y de bien…. lejos que será su merced, murmuró el tío Taturra entre dientes y con muchísima sorna, al tiempo que Jacobo respondía:
– ¿Qué Vd. respeta todas las religiones? ¿Qué basta ser hombre de bien? Le digo con franqueza que jamás pensé oír de boca de un doctor semejante vulgaridad. Esto me prueba que debe Vd. saber bastante menos de religión que de óptica.
¿Qué diría Vd. de un enfermo que respetara tanto el dictamen de Vd. como el de un patán; que tomase lo mismo la medicina recetada por Vd. para los ojos, que la propinada por un necio? ¿Qué diría Vd. del hombre que respetara tanto a su padre como a un hombre cualquiera; tanto a su esposa como a una bruja; tanto a la autoridad como a los asesinos; tanto a su madre como a una mujer escandalosa? ¿No diría Vd, que estaba loco o borracho? Pues eso mismo, con perdón de Vd., diría yo de cualquiera que me dijera: «Yo respeto todas las religiones».
– ¿Y por qué no se han de respetar las opiniones de todo el mundo?, replicó el sacamuelas.
– Por una razón muy sencilla: porque la moneda falsa no tiene el mismo valor que la verdadera; y si a mí llegara uno diciéndome: yo recibo toda clase de monedas, buenas y malas, le contestaría sin vacilar: “Pues Vd., amigo mío, es Mambrú; yo no recibo monedas falsas; y si Vd. las recibe, buen provecho le hagan, pero me temo que ha de llegar un día en que no le servirán ni para mandar rezar a un pobre ciego». Que si Vd. respeta todas las religiones, yo no respeto más que la verdadera por la razón dicha, que me parece tan sencilla como clara, y tan clara como sólida.
– Pues Vd., Jacobo, debía respetar…..
– Que no, señor; yo no admito más moneda que la buena, ni respeto más religión que la verdadera, es decir, la católica apostólica romana; es religión sublime por sus recuerdos, que se remontan a la cuna del mundo y al origen de los tiempos; es una religión inefable en sus misterios, portentosa en sus milagros, adorable en sus Sacramentos, interesante en su historia, divina en su moral, encantadora en su culto, celestial en su belleza, incomparable en sus glorias.
El mundo moderno, como ha dicho un sabio, se lo debe todo: en las armas y en las letras, en las ciencias y en las artes, en la agricultura y el comercio, y en todos los ramos de la Beneficencia y la Caridad. Desde la «Odisea» de Homero hasta la «Jerusalén» del Tasso; desde los predicamentos de Aristóteles a la «Suma» de Santo Tomás; desde los mapas de Tolomeo hasta los descubrimientos de Colón; desde el pequeño hospital edificado para el pobre hasta los templos edificados por Miguel Ángel y por Herrera; desde las imágenes de las Catacumbas hasta la Purísima de Murillo, todo cuanto hay en el mundo de grandioso, de benéfico, de sublime, todo se debe a la Iglesia católica.
Ella es la única que vigoriza el pensamiento, que perfecciona el buen gusto, que ennoblece al corazón, que eleva al hombre, haciéndole superior a sí mismo. A esa Iglesia que dio a luz apologistas como San Justino, oradores como S. Juan Crisóstomo, filósofos como S. Agustín, lingüistas como S. Jerónimo, obispos como Osio, Papas como S. Gregorio, mártires como S. Lorenzo, vírgenes como Sta. Teresa, monjes como S. Benito, abades como S. Bernardo, frailes como S. Francisco, teólogos como Santo Tomás; a esa religión que dio al mundo políticos como Cisneros, guerreros como Godofredo, reyes como S. Luis y S. Fernando, a ésa es a la que yo respeto, despreciando a las demás, porque sólo ella es digna del aprecio de los hombres.
– ¿Quién es ese Jacobo que así hablaba? Te preguntarás. Y yo, que no quiero dejarte con la boca abierta, voy a satisfacer tu curiosidad. Era nada menos que un estudiante del Seminario, que había venido a su casa para pasar en compañía de su familia las vacaciones de Navidad, y se encontró de buenas a primeras con el médico, a quién confundió de la manara que acabas de ver.
¿Pues crees que el oculista se dio por vencido?
¡Pues nada de eso!
APOSTOLADO DE LA PRENSA. 1893