La Muerte de la Reina doña Catalina (de Aragón), y la Carta que escribió al Rey (su esposo) |Pedro de Rivadeneira

CAPÍTULO XXXIII.

TOMADO DEL CISMA DE INGLATERRA

1961_90

Esto respondió el santo padre (confesor de Catalina, el Padre Juan Forest condenado a muerte), pensando morir luego e ir antes al cielo que la Reina; mas nuestro Señor, con su eterna providencia, ordenó otra cosa. Porque la Reina, del mal aire y continuo dolor y tristeza de corazón, murió dentro de pocos días; (no sin sospechas de veneno), a los seis de Enero, el año de mil quinientos treinta y cinco, a los cincuenta de su edad, y a los treinta y tres después que llegó a Inglaterra. Su cuerpo fue enterrado con mediana pompa en la ciudad llamada Petriburgo. Fue por cierto admirable esta reina en la santidad y en la prudencia y en la constancia y fortaleza que tuvo. Porque, siendo ella de suyo tan amiga de recogimiento y de penitencia (como habemos visto), nunca se pudo acabar con ella que se entrase en un monasterio o hiciese cosa en perjuicio de su matrimonio. Y siendo ya echada de palacio, y maltratada y perseguida del Rey y de sus ministros, nunca quiso salir de Inglaterra, ni venir a España o á Flandes, como se lo rogaba el Emperador, su sobrino, donde fuera muy regalada y servida. Llevó con grande paciencia y sufrimiento sus trabajos y calamidades , diciendo que más merecían sus pecados, y que creía que la causa principal de su desastrado casamiento había sido la muerte del inocente mancebo Eduardo Plantagineta, hijo del Duque de Clarencia y sobrino del rey Eduardo el IV, al cual el rey Enrique VII hizo matar sin culpa ninguna, por asegurar la sucesión del reino en sus hijos, e inclinar más a los Reyes Católicos que le diesen su hija para casarla con el príncipe Arturo, su hijo, como después se hizo. Solía decir la santa Reina que, siendo Dios servido, ella no quería ni sobrada felicidad ni extremada miseria, porque la una y la otra tienen sus tentaciones y peligros. Pero que cuando se hubiese de escoger la una de las dos, más quería una muy triste fortuna que muy próspera, porque en la triste, por maravilla falta algún alivio y consuelo, y en la muy próspera, ordinariamente falta el seso. Estando para morir escribió la carta que se sigue al Rey, su marido:

«Señor mío y rey mío, y marido amantísimo:

El amor tan entrañable que os tengo me hace escribiros en esta hora y agonía de muerte, para amonestaros y encargaros que tengáis cuenta con la salud eterna de vuestra alma más que con todas las cosas perecederas de esta vida, y más que con todos los regalos y deleites de vuestra carne, por la cual a mí me habéis dado tantas penas y fatigas, y vos habéis entrado en un laberinto y piélago de cuidados y congojas. Yo os perdono de buen corazón todo lo que habéis hecho contra mí, y suplico a nuestro Señor que él también os perdone. Lo que os ruego es, que miréis por María, nuestra hija, la cual os encomiendo, y os pido que con ella hagáis oficio de padre. Y también os encomiendo mis tres criadas, y que las caséis honradamente, y a, todos los demás criados, para que no tengan necesidad, y demás de lo que se les debe, deseo que se les dé el salario entero de un año. Y para acabar, yo os certifico y prometo, señor, que no hay cosa mortal que mis ojos más deseen que á vos.»

Dos traslados hizo la Reina de esta carta; el uno envió al Rey, el otro al embajador del Emperador (Carlos V), que era Eustaquio Capucio, rogándole que si el Rey no cumpliese lo que ella le suplicaba, él se lo acordase, o hiciese al Emperador que lo cumpliese.

Como Enrique recibió la carta de la Reina (su esposa), no pudo dejar (por duro que fuese su corazón) de enternecerse y llorar muchas lágrimas, y rogó al embajador del Emperador que fuese luego a visitarla de su parte. Mas, por mucha priesa que se dio el embajador, cuando llegó ya había espirado. Luego que lo supo el Rey, mandó que toda su casa se vistiese de luto y que se hiciesen las obsequias de la Reina; y haciéndolo todos así, sola Ana Bolena dio muestras de su alegría y regocijo, y se vistió de colores y muy galana ella y sus damas. Y dándole algunos el parabien de la muerte de la Reina, la mala hembra dijo que le pesaba, no que hubiese muerto, sino que hubiese muerto tan honradamente. No se puede decir el sentimiento que hubo en toda la cristiandad de la muerte de la Reina, y con cuanta honra, pompa y gastos, casi todos los príncipes cristianos le hicieron las honras, alabando y ensalzando sus virtudes, y reprehendiendo y detestando al rey Enrique y a los de su consejo, que le habían apresurado la muerte con un tratamiento tan cruel y tan extraño. Este fue el fin de la santa reina doña Catalina, esclarecida, cierto, por haber sido reina y hija de reyes, y de tan grandes reyes como fueron los Reyes Católicos, de gloriosa memoria; pero mucho más ilustre y bienaventurada por las excelentes virtudes con que resplandeció en el mundo, y ahora reina con Cristo.

Pasemos adelante, y veamos el fin de Ana Bolena, que le sucedió en el reino, y cotejemos linaje con linaje, vida con vida y muerte con muerte. Por aquí entenderemos cuán secretos e incomprensibles son los juicios de Dios, y cuán poco empece la tribulación al justo, y lo mucho que daña la prosperidad al malo, pues con la una se apura y afina el oro de la virtud, y la otra es tropiezo y cuchillo para el pecador. Y aunque los vicios y maldades de Ana Bolena fueron tan feos y abominables, que no puede un hombre cristiano, y más religioso, hablar de ellos sin cubrirse el rostro de vergüenza, todavía escribiré yo aquí algunos de ellos, por ser ya muy sabidos y públicos, y estar escritos e impresos por muchos y graves historiadores, y procuraré de guardar tal moderación, que ni ofenda a las orejas castas y limpias, ni falte a la verdad de la historia. De lo que dijere, a lo menos podrán sacar todos que tarde se pierden las siniestras y malas mañas que se aprenden en la tierna edad, y que donde hay más libertad hay más peligro, y donde más grandeza y poder, más desenvoltura y flaqueza, si la libertad no está enfrenada con el freno de la razón, y el poder más sujeto y rendido a la ley y espíritu del cielo. Pero sigamos nuestro camino y volvamos al hilo de nuestra historia.

Henry and anne«Henry VIII and Anne Boleyn» by Arthur Hopkins (1860 aprox)

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