EL ABSURDO DEL INDIFERENTISMO RELIGIOSO (Parte II)

II

 ¿A QUÉ TANTA RELIGIÓN?

¡HONRADEZ, Y BASTA Y SOBRA!

Esta vulgarísima expresión fue la contestación que dio el doctor a las razones de Jacobo, el cual, viéndole amilanado, le interrogó en esta forma:

– ¿Y no tiene Vd. otra salida?

El médico dio la callada por respuesta, y Jacobo insistió:

– ¿No me contesta Vd. porque está convencido de la verdad de cuanto he dicho, o porque no está muy fuerte en estudios religiosos.

El doctor, herido algún tanto en su amor propio, soltó una bocanada de humo del cigarro y respondió con viveza:

– No, señor; callo porque no me gusta disputar de materia tan…. insulsa; y aunque Vd. no me hace mucho favor creyéndome poco versado en materias religiosas, todavía sé lo bastante para probar concluyentemente la proposición que he sentado, a saber: que basta ser uno hombre honrado, sin meterme en cuentos de religión; a las beatas con esa monserga.

– Y yo estoy pronto a refutársela a Vd. con tal que presente la cuestión en un terreno razonable; y ante todo, para rechazar o admitir la discusión, quiero que Vd. me diga antes si cree en la existencia de Dios y en la inmortalidad del alma.

–  ¡Hombre, hombre…! Esa pregunta sería insultante si no se hubiera corrido por el pueblo la voz…., esa voz que ha querido manchar mi frente con el negro borrón de «ateo y materialista».  Y aprovecho esta ocasión para desmentir esa calumnia, y decir que no soy materialista ni ateo. Creo en Dios, porque, así como no se concibe un efecto sin causa, un hijo sin padre, un cuadro sin pintor, así no se conciben las criaturas sin Criador, al mundo sin Dios; y en la inmortalidad del alma, porque lo que es absolutamente simple no puede morir, no puede perecer por descomposición, y simplicísima es nuestra alma por ser substancia espiritual, y el espíritu es inmortal por su naturaleza.

–  Muy bien, doctor, me satisface cumplidamente la base que Vd. acaba de sentar, y sobre ella admito la discusión en cualquier terreno que Vd. me la presente.

– Pues digo, añadió el dentista, que admitidas estas dos verdades de sentido común, mis teorías son:  Que del otro mundo no sabemos nada de cierto: que allí andaremos trampeando como aquí, poco más o menos; que debemos respetar las ideas de cada cual y contentarnos con ser hombres de bien…

–  Y de bien…. «lejos» que será Vd., repetía el tío Taturra, mientras continuaba el dentista: 

–  Dios no necesita para nada el culto de los hombres; ¿qué le importa a Él que yo confiese o no confiese, que vaya a Misa o no vaya? Eso ni le da ni le quita nada al Ser infinito.

–  Cuestión tenemos para muchas noches si Vd. marcha por ese camino, que se parece a los cerros de Úbeda, y por lo mismo le voy a seguir. Convengo con Vd. que a Dios nada le quitan las blasfemias del impío, y nada esencial le dan las fervorosas comuniones de un alma santa; pero de aquí no se sigue lo que Vd. falsamente supone, es decir, que Dios no tenga derecho a exigir de nosotros cosas que a Él ni le engrandecen ni le empequeñecen.

Nada le da ni le quita a mi padre, en el ser de padre y en el ser de hombre, el que yo le obedezca o le desobedezca; ¿pero se seguirá de aquí que él no tiene derecho a mandarme y a ser obedecido?  Nada le quita ni le pone a Vd. en el ser de oculista ni en el ser de hombre, que yo le pague o no le pague a Vd. la cura que acaba de hacer a mi prima; tan oculista y tan hombre será Vd. si no le pago, como si le pago doble; ¿pero se seguirá de aquí que Vd. no tiene derecho a exigirlo, ni yo la obligación de dárselo?

–  Chico, ¡lo partió por medio!  Como le ponga otro argumento de «bolsa» como ese, lo convierte esta noche y sale rezando de aquí el «trizagio».

Una carcajada acompañó la última palabra del tío Taturra; y el dentista, viéndose objeto de la risa universal, se rascó la oreja, meneó la cabeza, procuró recobrar la serenidad que tenía medio perdida y exclamó:

– Convengo en que Dios tenga derecho a la adoración y homenaje de sus criaturas; pero basta que cada uno le adore como su razón le dicte; para eso es suficiente la luz natural.

– Pero, ¡hombre! , contestó Jacobo, ¿y los infelices que no tengan luz, como le pasa al pobre que no sabe leer?

– Pues yo le digo a Vd. que la luz de la razón no falta a ningún hombre.

– Pues yo le digo a su «mercé» que muchos hombres no tienen más luz que la del día; y aunque todos los hombres tengan esa luz natural, ¿para qué nos sirve si la mitad la tenemos apagada y la otra mitad no tiene petróleo que echarle?  ¡Bonito andaría el mundo como Vd. dice. 

– La razón que ha soltado el tío Taturra es profundísima y no tiene réplica, dijo Jacobo.  La razón humana es impotente por sí sola para conocer el culto que agrada a Dios, y ahí está la historia del género humano probando lo que él ha dicho a modo de chiste. Además, conviniendo Vd., como ha convenido, en que el Criador tiene derecho a exigir veneración de sus criaturas, es falso a todas luces que cada uno pueda venerarle como su razón le dicte o como mejor le acomode, Vd. mismo me dará la razón.

Si mi padre tiene derecho a exigirme obediencia, ¿podré yo obedecerle como a mí se me antoje y mi razón me dicte, o como él me lo mande? Si Vd. tiene derecho a exigir la paga de su trabajo, ¿podremos nosotros dársela como nos acomode y la razón nos diga?  ¡Pues iba Vd. a llevar buena paga! Sepa Vd., pues, que no es posible un hijo sin padre, ni una criatura sin Criador; que el padre tiene derecho a la veneración del hijo, y el Creador a la veneración y culto de la criatura; que ese culto y esa veneración no puede darlos la criatura como su razón le dicte, sino como Dios lo exige; y por consiguiente, que no debemos respetar todas las ideas ni todas las religiones, sino solamente aquella que dé a Dios el culto que Él exige. ¿Entiende Vd., señor dentista?

–  Pero entre tantos cultos, ¿quién podrá averiguar ahora cuál es el verdadero? ¡No hay que meterse en tantos líos; basta ser hombre de bien!…

–  No, señor; eso es huir el cuerpo de la cuestión. Cuál sea el culto verdadero, podemos averiguarlo el día que Vd. quiera. ¡Esa no es razón! No basta ser hombre de bien en el sentido que Vd. dice. ¿A qué llama Vd. hombre de bien? ¿No ha convenido Vd. conmigo en que Dios tiene derecho a exigir culto de sus criaturas, como el padre obediencia del hijo, y Vd. la paga de sus visitas? 

¿Y llamaría hombre de bien al hijo que hace el mismo caso de lo que su padre le manda, que de lo que dice «Perico el de los Palotes»?  ¿Llamaría Vd. hombre de bien al que le niegue la recompensa de sus curas o las quiere retribuir en moneda falsa?  Pues, ¿cómo se atreve Vd. a llamar hombre de bien al que no quiere pagar a Dios en moneda de buena ley lo que por mil títulos le debe?  Desengáñese Vd., doctor; no basta ser hombre de bien, es preciso ser buen cristiano; hombre de bien, en el sentido de Vd., también lo es el moro y el judío, y un cristiano debe avergonzarse de no ser más que un judío o un moro.

– ¿Y qué quiere Vd.? Yo soy indiferente en materia de religión.

– ¿Indiferente? Eso es un absurdo, doctor, y un hombre de la talla de Vd. no debe admitir el absurdo.

– ¿Absurdo?

– Sí, señor, absurdo, y se lo probaré a Vd. otro día, porque ya le veo impaciente; por hoy bástele saber que no basta ser hombre de bien, sino que es preciso ser buen cristiano. Jacobo se levantó entre la admiración de los jornaleros y los dicharachos del tío Taturra, que repetía: 

– Veremos si viene «zu merzé, zeñó dotor».

– ¡Vendré! Que un hombre tan corrido como yo, y que ha cursado en las Universidades, está ya acostumbrado a estos encuentros. Volveré. Y en efecto, volvió, y pasó lo que verá el curioso que lea el capítulo siguiente.

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