Después del día de los Santos, el día de los Difuntos, es decir, en pos de la fiesta que conmemora a los triunfadores que, venciéndose a sí mismos y a la muerte, conquistaron vida gloriosa al otro lado del sepulcro, la gran solemnidad cristiana que la Iglesia, como Madre amorosa, recuerda a los que han muerto para la vida de la tierra, y anuda con ellos, por medio de la oración, los lazos fraternales de los que aún se mueven en el tiempo, gravitando hacia la eternidad.
El sepulcro es para el impío el abismo donde inexorable fatalidad arroja todo lo que es el hombre, para que se pierda y se confunda en el seno de la materia inerte. Para el cristiano, el sepulcro es la puerta que da entrada a las regiones eternas.
La impiedad coloca en la tumba el término del hombre; la religión el principio de su verdadera vida. Por eso el vil naturalismo encierra el corazón en la estrechez del tiempo, y hace de la vida el bien supremo, de la virtud y el deber una ilusión, del placer el único norte, del goce una regla ; mientras que la Iglesia, subordinando lo temporal a lo eterno, la vida presente a la futura, levanta a las almas de las degradaciones de las concupiscencias a las alturas del sacrificio, para que desde allí tiendan el vuelo a los horizontes de la gloria.
Si la tierra es el único teatro de la vida, todas las obligaciones serán obstáculos opuestos por el terror o la perfidia al derecho supremo de gozar. Y la fuerza de las pasiones, secundada por la lógica, y fiel al llamamiento del placer, tratará de derribarlos, aunque para eso tenga que pasar por encima de la fe, del honor y la justicia, y adornar su vida con las infamias del vicio y las podredumbres sociales.
Y estos dos supremos conceptos de la vida y de la muerte son razones suficientes que explican el envilecimiento de los hombres y la ruina de los pueblos, la degradación de los que, adorando la materia, blasfeman sobre la sepultura de los seres que los amaron, renegando de Dios y de su Cristo. Y explican también la sublimidad del cristiano que, de rodillas ante los restos queridos de aquellos a quienes consagró los afectos de su corazón, los riega con sus lágrimas, mientras envía el rocío celestial de la oración sobre sus almas.
Así, para el impío, el día de Difuntos es recuerdo importuno y tétrica solemnidad con que la Iglesia interrumpe la marcha del placer, empañando su brillo con lúgubres crespones y mostrándole el ataúd en medio de la orgía, como si se empeñase en amargar con tristes evocaciones la dicha criminal de los que han vuelto la espalda a su ley.
El día de los Difuntos es para el católico pausa solemne en su peregrinación sobre la tierra, con que la Iglesia le invita a leer en las losas de los sepulcros, como en tantas otras páginas dispersas, palabras de vida perenne que le recuerdan a un tiempo su eterno destino y la necesidad de dilatar los amores de su corazón más allá del tiempo, enviando consuelos y plegarias a los que antes cayeron a la sombra de la Cruz en el perpetuo combate, cuya palma es el cielo.
JUAN VÁZQUEZ DE MELLA
De «El Correo Español», de 3 de Noviembre de 1890
Etimología de DIFUNTO
La palabra difunto (antes defunto) viene del latín defunctus, participio del verbo defungi (ejecutar, cumplir), prefijado sobre el verbo fungi (desempeñar, cumplir, terminar). Así difunto propiamente significaba en origen “el que ha cumplido, el que ha terminado”.