III
LOS INDIFERENTES.
Al día siguiente de lo ocurrido en la hacienda, no se hablaba en el pueblo del tío Taturra más que de la polémica sostenida entre el dentista y Jacobo. En las tabernas, en las plazuelas y en la barbería no se oía otra cosa más que comentarios sobre la disputa que había tenido lugar entre los dos contrincantes; pero donde no paró la conversación ni un momento, fue en el tajo de los trabajadores que la habían presenciado. El tío Taturra recordaba sobre todos aquel argumento de bolsa que hacía palidecer al doctor.
– Compare, le decía al compañero, le dio una «cogía», que ni un toro de Miura. Seguro está que el doctor vuelva a decir delante de «naide» que respeta todas las religiones, y que basta ser hombre de bien; pero, en fin, esta noche será ella, porque van a tratar «cosa gorda». Al obscurecer estoy allí.
En efecto, apenas el crepúsculo vespertino se alejó de nuestro horizonte, el tío Taturra estaba en la hacienda esperando al dentista, que, fiel a su palabra, acudió a la hora de la cita. Entre tanto los curiosos preguntaban sobre qué iba a versar la discusión, y uno respondía con aplomo magistral:
– Según me enteré anoche, Jacobo decía que el dentista era «zurdo» y el dentista decía que no , que era «diferente».
– ¡Calla, salvaje! El doctor lo que decía es que era indiferente en religión, y Jacobo que eso era un absurdo.
– Pues lo mismo tiene, hombre; letra más o menos.
Este diálogo fue interrumpido por la voz de Jacobo, que, dando principio a la sesión, preguntaba:
– Vamos, doctor, ¿es Vd. indiferente en materia de religión, o no? ¿Cree Vd. que el serlo es una insensatez, o no?
– No, señor; creo al revés, que es una cordura el serlo, y me fundo para ello en el ejemplo de unos cuantos profesores que tuve en la Universidad, todos indiferentes y grandes filósofos.
– Filósofos sofistas, querrá Vd. decir.
– No, señor; filósofos, hombres de talento, de progreso, de ciencia… de… de…
– ¡Calle Vd., señor! Que da lástima ver que hay hombres en el mundo que imaginan acreditarse de filósofos y profundos pensadores con mostrarse indiferentes en materia de religión. Yo pienso, por el contrario, que, lejos de merecer por eso el renombre de sabios, merecen el de estúpidos, pues dan bastante a conocer que en semejante asunto no se elevan sobre la simple vulgaridad.
Porque el indiferente, para ser lógico, debe estar persuadido de que Dios no ha revelado nada acerca del culto que exige de nosotros; o bien que, si ha revelado algo, le importa lo mismo ser obedecido que despreciado. Lo primero es oponerse abiertamente al testimonio de la humanidad, y esto es una insensatez, y lo segundo es un absurdo tan contrario a la razón como opuesto a la sana filosofía.
– Pero, ¿y quién sabe, contestó el sacamuelas, lo que Dios ha revelado? Todavía no he visto un ministro de ninguna religión que no diga que la suya es la verdadera, con exclusión de las demás. ¿Quién, pues, va a entretenerse en desenredar la madeja? Y, sobre todo, ¿qué nos importan a nosotros unas cuestiones tan obscuras, tan desagradables y tan inútiles?
– ¿Qué nos importa? ¡Por Dios, doctor, no empecemos a disparatar! Vd. sabe que morirá, por más que Vd. se empeñe en conservar su vida; morirá, y en aquel terrible momento se ha de encontrar con una eternidad que no podrá contemplar sin horror. Entonces verá Vd. si tienen importancia las cuestiones de religión. Si existe en la otra vida el premio eterno prometido al bueno, y el castigo perdurable reservado al malo; si existe, como no puede menos de existir, aunque Vd. no crea en ello, esa eternidad de gloria o de pena, ¿piensa Vd. que su incredulidad destruirá la realidad de las cosas?
Si existe ese otro mundo, donde están separados por un abismo insondable el bien y el mal, el vicio y la virtud, ¿dejará de existir porque a Vd. le plazca el negarlo? Y esa negativa y esa indiferencia con que Vd. mira las cosas de la otra vida, ¿trastornará el destino que, según las leyes inmutables del Eterno, le haya de caber?
Cuando Vd. se halle en la aterradora presencia del Criador del universo, de aquel que le sacó de la nada, y vea que le pide cuentas de su conducta para con Él, del culto con que le honró, ¿cree Vd. que se dará por satisfecho con que le responda: «Yo no entendía de culto, ni creía en ninguna religión, porque era indiferente?» ¿Cree Vd. que allí será buena excusa esa indiferencia, esa incredulidad y ese desprecio del Ser Supremo? «¡Miserable!, dirá el Omnipotente a todas las excusas del indiferente. ¡Miserable!, los instintos de tu naturaleza y las nobles aspiraciones de tu corazón, ¿no te daban a conocer la existencia de otra vida y te hablaban de la inmutabilidad y eternidad de tus destinos? Y si no tenías su testimonio por fidedigno, ¿no era digno de todo crédito el testimonio de la humanidad, que en todos los tiempos se ocupó de un modo especial en asuntos de religión?
La religión fue el objeto sobre que versaron las más profundas meditaciones de los sabios; la religión, la base en la que se apoyó siempre el edificio de las leyes civiles; la religión, quien adelantó la ciencia y las artes, quién llenó de libros las bibliotecas, quien abolió la esclavitud, quien civilizó al mundo y quien te estaba diciendo, acorde con la humanidad: ¡hay otra vida! Y tú, despreciando a la religión por fanática y a la humanidad por ilusa, contestabas: «¿Qué me importa?” ¡Insensato! ¿Quién eres tú para insultar a la religión y al linaje humano? No quisiste creerles, ni dar oídos a los gritos de tu conciencia; pero ahora pagarás tu desmedido orgullo, tu necia osadía, tu loca vanidad». ¿Qué respondería Vd. a esta justa reconvención? ¿Cómo podría Vd. disculpar su temeridad? En ese trance le pasaría a Vd. lo que al pastor de Gerena.
De este hombre se cuenta que, teniendo necesidad de internarse en la sierra, tomó un sendero desusado. Unos amigos que encontró al paso, le dijeron: “Vas mal encaminado; en lo interior del bosque anda una manada de lobos, y el guarda dice que ha visto hasta dos osos; vuélvete, toma la carretera, y aun así no vayas desprevenido; mira que hay peligro».
– ¡Bah! ¿Qué me importan a mí esas cosas?
¡Tonterías y cuentos de viejas!
– Esto dijo el pastor, y prosiguió su marcha. ¡Infeliz!, llegó al bosque y…. fue devorado; ¡pereció!
– Aquí tiene Vd., señor mío, al indiferente en materia de religión. ¿Puede darse mayor locura? ¿Quién más necio que el que se opone al común sentir de la humanidad? ¿Quién más insensato que el que arriesga su porvenir, y porvenir eterno? Vea Vd. si puede darse mayor insensatez que mostrarse indiferente en materias religiosas, insensatez que sube de punto cuando el que las profesa es un profesor de Universidades, como Vd. me dijo. Vea Vd., en fin, si será buen filósofo quien discurre tan desacertadamente.
– Pero, señor, ¿quién sabe si existe esa otra vida con que Vd. quiere asombrarme? ¿Quién sabe si….?
– ¡Eh! Poco a poco, y no hay que contradecirse. ¿No dijo Vd. ayer que creía en la inmortalidad del alma? Luego si el alma es inmortal, hay otra vida.
– Pues, aunque la haya, ¿quién va a encontrar la verdad entre tantas opiniones? ¿Quién va a meterse en esos líos? ¡Indiferencia, y que cada cual viva como se le antoje!
– No, señor. Eso sería añadir a la insensatez la ceguedad; porque ciego es el hombre que permanece tranquilo al borde del más espantoso precipicio. El desdichado que tiene la desgracia de seguir una religión falsa, estudiando y meditando sobre ella, puede venir en conocimiento de su error y abandonarla; el impío que niega la verdad de la revelación y pretende probar que nuestra religión es falsa, al examinarla o discutirla puede dar con un libro docto o una persona sabia que le convenza de la verdad; pero el indiferente no tiene medio para salir de su error; su estado es ciertamente funesto, fatal.
La religión que este infeliz mira con tanto desdén, no es cosa con la cual nada tenga él que ver; versa nada menos que sobre sus intereses eternos; es la única maestra que puede enseñarle su origen, su destino, su fin, y el camino que a él conduce; pero él, con toda la osadía que la ignorancia inspira al hombre, la desprecia y se burla de los que la siguen. ¿No le parece a Vd. esto una triste ceguera? ¿No conoce todo lo absurdo, todo lo horrible de la máxima: «dejemos que cada cual viva a su antojo»?
Vivir uno a su antojo dependiendo de otro, no puede ser; y la criatura, por más que Vd. quiera negarlo, depende de su Criador y tiene obligaciones muy sagradas para con Él.
Luego la indiferencia en materias religiosas es un absurdo.