A UNA RELIGIOSA SOBRE EL AMOR A DIOS / JUAN DE ÁVILA

Porque la ignorancia es causa de muchos males, y muchas personas devotas dejan de aprovechar por no saber, me pareció poner aquí tres puntos que servirán de raíces para toda manera de virtud, porque tengo para mí, que casi la principal causa de todas las tentaciones y desconsuelos espirituales vienen de falta de ellos.

 Lo primero que debe hacer quien quiere aprovechar en las cosas de la oración y ejercicios espirituales, es que traiga consigo un descontento casi perpetuo de todos cuantos pecados y ofensas ha hecho contra Dios. Este descontento no debe ser buscado por fuerza, ni ha de pensar la persona que es aparejo para alcanzarlo afligirse con el corazón para tenello; porque ansí como no es buen medio para que un caballo ande dalle de sofrenadas y espantallo, ansí tampoco no es medio para los ejercicios del ánima afligirse por alcanzarllos, antes se sigue de semejantes medios salir el ánima más seca y apartada de lo que busca.

 La manera que se ha de tener para traer en el ánima este descontento no ha de ser por vía de descontento y trabajo, sino con la misma suavidad que se indigna el ánima, se aflige y descontenta de lo que ha hecho cuando descontentó a alguno que acá mucho amaba. Que si bien miramos en ello, si acá tenemos un grande amigo que mucho amamos, y acaece, por alguna desgracia nuestra, descontentarle en algo, después, sin más fuerza ni aflicción, con solo pensar que desagradamos a nuestro amigo, luego nos da un descontento y aflicción con solo pensar que le desagradamos, porque la misma condición del  amor trae consigo gana de agradar a su amigo, y da pena y descontento lo contrario. De esta manera habemos de inclinar el ánima a que esté descontenta por haber pecado, considerando que un grande amigo nuestro, que es Dios, se ha desagradado con nosotros, aborreciendo todas las ofensas que habemos hecho.

 Este es el dolor que tuvo aquella bienaventurada mujer, Magdalena, a los pies de Cristo, cuando oyó aquella voz soberana: «Perdonados le son sus pecados porque amó mucho».  Y no solo nos hemos de contentar con tener esa llaga  plantada en el ánima para hacer sentimiento de nuestras culpas cuando de ellas nos acordáremos; es cosa que pertenece a ley de buenos amigos y que en gran manera agrada a Dios, traer a nuestra memoria cuán mal hicimos contra Dios, tan bueno, cuando pecamos; y ansí, mirándonos como traidores, estar con nosotros descontentos.

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Porque quien bien siente esta llaga de haber pecado, de este sentimiento le sale tornarse verdugo de sí mismo, y ansí busca confusiones y deshonras, y sufre injurias, y toma trabajos, y saca ánimo para toda pena, deseando recompensar la desgracia que hizo al que tanto ofendió con sus pecados.

 El segundo punto que debe mucho notar para alcanzar el camino del cielo, ha de ser tener una viva esperanza en Cristo nuestro Redentor, aprovechándose de sus merecimientos en todas sus necesidades. «Yo soy puerta, dice el mismo Cristo; si alguno entrare por mí, será salvo, y entrará y saldrá, y hallará pastos» (S.Jn 10,9).

 Así como Dios quiso hacer las cosas naturales por medios y causas segundas, así también dar los bienes del ánima por medio de los merecimientos de Cristo. Y ansí conviene a quien quiere aprovechar en el servicio de Dios, que atine bien, y sepa entrar por este medio de Cristo, para alcanzarlo. Que casi la principal causa de no aprovechar los siervos de Dios, es no saberse aprovechar deste tesoro; porque los más tratan los negocios espirituales más a manera de filósofos que de cristianos.

 Que, así como cuando uno no sabe tañer toca muchas veces la vihuela, para que tañendo alcance hábito de tañer, así también para alcanzar paciencia el que no la tiene, procura de acostumbrarse a sufrir, para que, por la costumbre de sufrir injurias, venga a alcanzar la virtud de la paciencia.  Este medio tomaron los filósofos cuando plantaron sus escuelas para mostrar la virtud. Y para mostrar Dios que él solo vale poco, permite Dios, como dice San Pablo, que, «diciendo que eran sabios, se tornan grandes necios», (Rom 1,22), tanto que caigan en grandísimos pecados; y cuanto más buscaban virtudes, más caían en maldades, porque pensaban que sus fuerzas y juicios bastaban para hacerse virtuosos.

 Este medio toman muchos siervos de Dios, que todo su negocio anda plantado en ejercicios y arte, ordenando trazas y maneras para mortificarse y alcanzar virtudes, pareciéndoles que toda la felicidad está allí, y así hacen gran caudal de los avisos que inventan; y si topan con algunos consejos en libros, séllanos muy bien en su memoria, pareciéndoles que la causa de no haber aprovechado ha sido por no haber caído en aquellos medios. Éstos muchas veces se tornan necios, pareciéndoles que son sabios, y cuanto más proponen y se aprovechan de sus artes, tanto menos mortificados están, y cuando piensan que están más aprovechados, permite Dios que salgan con alguna grande caída, para que entiendan que quien hace la santidad son los merecimientos de Cristo.

 Esta causa puso el apóstol San Pablo cuando quiso mostrar la razón porque los judíos se perdieron, (Rom 9): «Porque buscaban la ley de la justicia, dice él, y no la alcanzaron; y la causa porque no la hallaron fue porque la buscaban poniendo toda su confianza en las obras que ellos hacían, y no en los merecimientos de Cristo con la fe».

 Hay otra manera de buscar virtudes, engrandecida y alabada por la Sagrada Escritura, y es cuando el hombre, poniendo y asentando su conciencia en los merecimientos de Cristo, cree que por Él ha de alcanzar lo que toca a su salvación, y así se enciendo su amor y pide por Él al Padre mercedes y gracia, y todo lo demás. Esta manera de alcanzar virtudes ha de ser la principal del cristiano, y por ésta ha de pensar alcanzar su fin.

 Porque así como los Reyes suelen tener privados para que, por medio de ellos alcancen los hombres mercedes, así también nuestro Dios y Señor tiene un Privado, que es Cristo, por cuyo medio quiere que entremos a Él para alcanzar lo que deseamos. Esto figuró Dios en aquel pregón que dio el Faraón, mandando que todos reconociesen al santo José por «Salvador, y que todos le hincasen la rodilla, y ansí pidiesen a él el mantenimiento, porque tenía determinado que no se repartiese pan sino así, (Gen 41, 43-45).  Este Faraón representó al Padre soberano, Dios todopoderoso, que mandó a sus predicadores que declarasen al mundo que hincasen todos las rodillas a Cristo, unigénito Hijo suyo, y que creyendo que por Él se daba el perdón de los pecados y la gracia, que por su medio lo buscasen, porque «no había otro nombre por el cual los hombres habían de ser salvos», (Hch 4,12), sino el santo nombre de Jesús.

 Este es el blanco donde ha de mirar el hombre, entendiendo que de su parte nada vale, que sus ejercicios y artes pueden poco si Dios aparta su mano, y con ésta estar muy firme y muy confiado que vale tanto Jesucristo delante de su Eterno Padre, que cualquiera pecador, si llegare compungido y humillado a pedir mercedes por Él, que sin ninguna duda las alcanzará.

 Esta segunda manera de alcanzar mercedes es puramente de cristianos, pues profesamos que el Padre Eterno puso un Medianero entre nosotros y Él para que por su medio alcanzásemos misericordia.

 El tercer punto que habéis de notar muy asentado en el ánima ha de ser el grande mandamiento del amor, el cual, aunque se pone al cabo, es el que da sabor a lo dicho.

 Esta manera de amor no habéis de pensar que está colocada y asentada en la afección y ternura de corazón, porque de esta manera muchas personas se hallarían impotentes para amar; que casi la principal causa para amar, por la que muchos hallan dificultad cuando quieren amar a Dios, es porque piensan que no hay amor si no aman tiernamente.

 El amor de caridad dicen los santos teólogos que ha de nacer de la voluntad, (Santo Tomás, Summa Theol. 2-2 q.24 a.1), siendo ello ansí, que «como las obras de la voluntad sean querer y no querer», la verdadera esencia del amor consiste en aqueso, y así diremos que una ánima ama a Dios cuando quiere a Dios y su gloria; y no le ama cuando no le quiere. Lo de la afición y ternura de corazón es cosa que se suele seguir a ésta cuando el cuerpo está dispuesto, porque de querer yo bien a una persona nace aficionarme a ella; porque así como el corazón manda todas las partes del cuerpo, ansí el amor y querer, con que queremos que Dios sea  glorificado, manda que le sirvamos.

 Habéis de notar que una cosa puede ser amada de dos maneras: La una, con amor que llaman de concupiscencia, que es cuando se quiere por el propio provecho e interés. La otra, con amor de verdadera amistad, y es cuando se quiere por el bien y gloria de la cosa amada.  Estos dos amores hallaréis bien claros con el de una madre que tiene algún hijo muy querido que, unas veces le ama por holgarse con él y no querría que se le quitasen; y otras le quiere para que valga y sea estimado en el mundo, y por conseguir esto, sufre que se vaya a lejanas tierras, y pasa en paciencia la pena de su ausencia por el bien de su hijo.

 Con estos dos amores podemos amar a Dios, porque unas veces le amamos por el premio y paga que de  Él esperamos, y otras, solamente por su gloria y honra, de arte que, si ninguna paga nos hubiese de dar, con solo verle contento, nos tenemos nosotros por muy bien pagados.

 El primer amor de éstos, si fuese solo, no bastaría para la caridad ni para el cumplimiento del gran mandamiento del amor, porque claro está que, si yo no amase a Dios por otra causa sino por la paga del cielo, que querría más el cielo que a Dios, pues por él le amaba, y ansí no amaría  a Dios sobre todas las cosas, como me es mandado. Todo vuestro caudal ha de estar en amar, como fieles amigos de la gloria de Dios, al mismo Dios, que es la segunda manera de amar que se declaró.

 Lo mismo habéis de entender en la voluntad, que no habéis de pensar que es menester otra manera de inclinación en la voluntad para amar a Dios, que la que se tiene para amar a un hombre ; porque de una mesma manera y de un mesmo artificio natural le puso Dios para amar todo lo que ama, y ansí, si vos ignoráis y no sabéis qué atificio habéis de tomar para que os inclinéis a amar a Dios, mirad con atención la manera que tenéis para inclinaros a amar a un amigo, que ese mesmo modo habéis de guardar.

 Y por eso muchos, cuando quieren enamorarse de Dios, se hallan más secos, porque dejan el modo natural que Dios les dió, y se van a poner fuerza en el corazón y pecho, pensando que ansí se ha de alcanzar, como está muy claro que no se hace así cuando queremos amar a algún amigo.

 De este amor sale la caridad con el prójimo de la manera que se ha de tener, porque quien se goza y contenta de la gloria que Dios tiene en sí y en sus criaturas, de allí se le sigue gozarse cuando a los prójimos les va bien y sirven a Dios, porque con ellos se glorifica su Amado; y por el contrario, reciben pena cuando les ven afligidos y en pecado, porque su Amado les manda que la tengan.

 Este punto tercero del amor, aunque es el último, es el que sazona y da sabor a los pasados, porque quien bien ama, bien siente sus pecados y maldades, y se aprovecha de los merecimientos de Cristo, para que por ellos suba a honrar y glorificar al que tanto desea.  De entrañas habéis de sentir el haber pecado y traer una lástima que se os pasó ofendiendo al que amáis.  Habéis de estar muy confiada que por los merecimientos de Cristo habéis de ser salva; y estribando en ellos, pediréis lo que deseáis. Plega a la gran misericordia de Dios que de tal manera obréis lo dicho, que consigáis la perfección en esta vida y después la gloria.  «Soli Deo honor et gloria in saecula saeculorum», (1 Tim 1, 17). Amen».

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