PERSECUCIÓN RELIGIOSA /V. DE MELLA SEGUNDA PARTE

CAUSAS DEL DESORDEN MORAL

IV.

 Nada existe sin razón suficiente; y por lo tanto, el desorden moral y político que resulta de colocar en lugar inviolable cosas que, aun concediendo que fueran legítimas, debían estará en inferior categoría, y al mismo tiempo entregar a Jesucristo y a su Iglesia a las disputas de los sofistas y a los ultrajes de los impíos, ha de tener también una razón que lo explique y una causa que lo produzca.

 ¿Cúal es esa causa?

 Afortunadamente en este punto no cabe engaño posible, porque ya el mismo enemigo se delata cuando, señalando a la Iglesia, grita por la boca de sus tribunos: «El clericalismo es el enemigo», o cuando hace exclamar con furia sectaria a sus viejos héroes de comedia: «Extirpemos el cáncer del Pontificado«, frase traducida todavía con más brutal claridad por un famoso ministro francmasón en aquella cínica forma: «Los católicos no tienen derecho más que a la opresión» , que fue tanto como decir: «El primer deber de la Revolución es tiranizar a la Iglesia».  Y no puede negarse que las sectas cumplen bien la consigna.

 No se necesita ahondar mucho para comprender que el liberalismo, consecuencia jurídica del racionalismo, es, en el orden social y político, la antítesis de la Iglesia. En efecto: la Esposa de Cristo afirma que es la depositaria de la verdad revelada, y que nadie tiene derecho a rechazarla ni a poner obstáculos a su difusión. El liberalismo, partiendo de su principio capital, la autonomía de la razón, sostiene, como la primera de sus aseveraciones, que el hombre tiene el imprescriptible derecho de profesar las creencias que mejor le acomoden o de no profesar ninguna y negar al mismo Dios.

 En una palabra, entre el sobrenaturalismo cristiano, que tiene su órgano social en la Iglesia, y el liberalismo, que es el naturalismo político, representado por las distintas escuelas y partidos, hay una absoluta incompatibilidad y una oposición perpetua.

  Y no se diga que el catolicismo liberal y los partidos doctrinarios, por medio de transacciones y de conciliaciones prácticas y teóricas logran establecer la paz; porque si contra planes tan descabellados no protestara una vergonzosa realidad y no se levantara una desdichada historia, todavía el sentido común se encargaría de demostrar que no hay término medio entre admitir como límites de la libertad, o mejor dicho, contra los abusos de la libertad, los derechos de la Iglesia o rechazarlos; entre reconocer la subordinación religiosa del Estado, o declararle independiente de toda ley distinta de la que él se dicte, pues de nada sirve afirmar la sumisión a la autoridad espiritual en teoría y negarla después en la práctica.

 De aquí resulta que, no habiendo posibilidad de conciliar a la Iglesia y al liberalismo, en todo pueblo católico donde éste asome la cabeza y logre encaramarse a la cima del poder tiene que estallar una guerra, que podrá ser sangrienta, mansa o corrosiva, pero que será siempre continua y tenaz, contra la Esposa de Cristo y las creencias y los corazones de sus hijos.

 No hay necesidad de reseñar los episodios de esa perpetua batalla que el liberalismo riñe con la verdad católica. Donoso lo hizo de manera insuperable en su magnífica carta al Cardenal Fornary sobre el principio generador de los errores modernos.

  Baste saber que el liberalismo principia sus ataques infiltrándose pérfidamente en el mando para hacer de la ley una nueva lanza con que poder herir a Jesucristo. Y que comienza sitiando a la Iglesia por hambre, esto es, despojándola de su patrimonio, y exterminando después a las Órdenes religiosas, que son la vanguardia de su ejército.

 Más tarde, cuando el terreno está preparado, procura secularizar la enseñanza, para hacer de la escuela y de la Universidad academias de impiedad, de donde puedan salir generaciones de ateos y escépticos. Y tras la enseñanza procura secularizar la beneficencia, y luego el matrimonio, y en su furor satánico no para hasta que vuelca la pila bautismal y arranca la cruz de los sepulcros, y convierte los cementerios cristianos en miserables muladares, donde se arrojan los cadáveres sin que la mano del sacerdote los bendiga ni ante ellos murmuren oraciones los labios de los creyentes.

 Secularizar la sociedad y el Estado, emancipar todos los órdenes de la viva de toda influencia católica, y si fuera posible, arrancar la fe de todas las almas; restaurar el imperio de Luzbel sobre la ruina del de Cristo, tal es el fin de la Revolución cosmopolita, que tácita o expresamente, con franqueza o doblez, persigue la escuela y partidos liberales, que son los instrumentos por los cuales se difunde y desarrolla en el mundo.

Y tal es la causa principal, a que pueden reducirse las demás, que sirven para explicar la persecución que padece la religión en nuestra patria. Cuál es la causa secundaria lo veremos en el artículo siguiente.

«GUERRA INTERIOR DE LOS CATÓLICOS»

Hemos mostrado la existencia, caracteres y causa principal de la persecución religiosa. Resta ahora analizar la causa secundaria de este hecho oprobioso y brutal que se levanta sobre nuestras creencias y que aumenta en extensión y grandeza satánica, engrosado por los odios y los rencores anticristianos, que acrecen sus fuerzas para que ponga término a su vertiginosa carrera aplastando el santuario y reduciendo a montones de escombros los templos de Cristo.

 Y, al tocar este punto delicado y grave, es preciso dejar a un lado falsas prudencias y pusilánimes temores, y hablar con energía, llamando a las cosas por sus nombres.  Que gran parte de los males que padecemos los católicos prosperan gracias a la miserable cobardía con que se ha dejado a la osadía y a la audacia sectaria talar nuestro campo después que han logrado introducirse en él con hipocresía y por sorpresa.

 Hablemos claro. La persecución religiosa existe en España por la misma razón por que existe la Revolución, que es su causa: porque la guerra interior de los católicos impide el triunfo en la guerra exterior con el liberalismo.

 En la historia de las batallas que han reñido los hombres no se sabe que haya existido un solo ejército que, estando en lucha y pelea consigo mismo, haya derrotado al adversario. No se pueden sostener a un mismo tiempo dos combates diferentes y contrarios por unas mismas huestes sin que a la postre sucumban.

 ¿Están divididos los católicos y en lucha unos con otros en España?  Las colecciones de los periódicos de estos últimos años no dejan lugar a dudas. Pero, ¿cuál es la causa de esa desunión y guerra?  El principio que produzca esa discordia no puede ser católico, porque la Iglesia, con sus divinas afirmaciones, no separa, une. Y si esa división se manifiesta principalmente en el orden religioso-político, debe ser liberal, porque el liberalismo es, ante todo, la negación de ese orden.

 Por otra parte, una cuestión personal no logra dividir por mucho tiempo a otras personas que las únicamente ofendidas, si no logran disfrazarla con doctrinas y principios. Mas éstos no pueden ser católicos; luego siempre vendremos a parar a que serán liberales, sin que sirva decir que no se trata de cuestiones de principios ni personales, sino de conducta, porque toda conducta incluye una  norma y un fin, es decir, un principio. Y tratándose del orden religioso-político, no puede ser menos que católico o liberal, según hemos visto; luego tiene que ser lo segundo. Tenemos, pues, que un principio liberal ha dividido a los católicos españoles. Y ese principio es el gran error moderno que consiste en la negación tácita o expresa del orden sobrenatural.

 La rebeldía, pues, a la autoridad legítima, religiosa o civil, porque quien ataca a una las ataca a todas, será la nota dominante del principio que divida a los católicos; verdad que hace patente el sentido común, observando que no puede haber discordia donde hay obediencia y subordinación a un centro de unidad. Y no tenemos más que observar lo que pasa.

 Una parte de la prensa niega que exista división entre los católicos, porque no considera como tales a los que combate, y los elementos con que cuenta, únicos que considera puros e incontaminados, están unidos.  Ni el Papa ni los Obispos se conforman con esta sentencia, puesto que condenan esas divisiones y consideran como a los peores liberales a los que las fomentan. De aquí puede deducirse el caso que harían de las advertencias del Papa y de los Obispos los que comienzan por negar el hecho a que se refieren. Y véase cómo de este hecho se desprende un estado de rebeldía, más o menos latente, contra la autoridad religiosa. No se necesita más para que estalle la discordia entre los católicos.

 Hace algunos años, los católicos españoles estaban unidos. Los que no seguían la bandera católica y tradicional, militaban en las filas liberales. Desde entonces algunos han pasado a formar en las retaguardias del doctrinarismo; otros se han separado del campo en que habían entrado hacía poco, diciendo que eran los únicos católicos y que la causa que habían servido era liberal.  Este es también otro hecho.

 Si fuese necesaria una prueba de lo que decimos, nos bastaría recordar que, no hace aún muchos meses, uno de los jefes más encumbrados de la Unión Católica decía, en un momento de expansión, en el seno de la intimidad, a un gran amigo nuestro, católico piadosísimo, carlista de toda la vida y hombre doctísimo:  «Yo iba al carlismo, porque allí me llevaban mis creencias, mis estudios y hasta mi carácter; pero me echaron a latigazos, y mi dignidad y mi amor propio heridos me lanzaron donde estoy».

 Replicóle nuestro amigo que, por ese espíritu de rebeldía y repulsión sistemática, cierta gente no había seguido con ellos, y que fueron ya lanzados del lugar conde habían pernoctado algún tiempo.

   Y cuentan que el personaje movió tristemente la cabeza, añadiendo: «Si lo hubiera sabido, nos uniría hoy algo más que la amistad de los primeros años».

 LOS QUE FINGEN DEFENDER A LA IGLESIA

VI

 Desde que algunos católicos han ido a engrosar las filas doctrinarias, parte por su culpa, y parte por la guerra innoble y la lluvia de denuestos de los que estaban interesados en alejarlos del campo tradicionalista, la gran fuerza social y política llamada Comunión católico-monárquica se ve asediada por los tiros de estas banderías para que no emplee sus fuerzas en luchar con la Revolución, a fin de que en la hora suprema quede para las huestes liberales el campo de batalla.

 Y aunque separados, y haciéndose la guerra como errores opuestos que son, ponen término a sus querellas y acallan sus odios cuando se trata del enemigo común, y como si profesasen una misma doctrina, gritan unánimes que ya es hora de acabar con las batallas chicas y de reñir los grandes combates, que es necesario encerrarse en el terreno puramente religioso, teniendo en cuenta que primero se debe buscar el reino de Dios y su justicia, porque todo lo demás se nos dará por añadidura.

 Esta hipócrita celada en que han caído no pocos espíritus sencillos cegados por el misticismo y aparente generosidad en que va envuelta, redúcese a despreciar como enojosa impedimenta para el combate, el Derecho y las tradiciones de los pueblos en que se pelea. Porque la legitimidad no es sólo el título de los poderes que se fundan en una ley histórica, sino el sello augusto que les imprime la conformidad con la ley divina y el derecho nacional; y creen que la legitimidad es un mero litigio dinástico que únicamente se refiere al origen del mando.

 Querer que se prescinda de la forma de Gobierno, cuando es secular, como en España, y ha sido juntamente con la Iglesia, causa de la unidad nacional; querer que se prescinda de ella para mejor defender a la Iglesia, es pedir que se reniegue de la patria y hasta se reniegue de su historia. Nótese que las tradiciones, como los derechos, están unidos por un vínculo común, y que quien viola uno, indirectamente los hiere a todos.  Primero caería el Trono, después el Altar, y sólo quedaría el orgullo racionalista.

 ¡El Derecho, la Monarquía, y la Tradición nacional, cosas secundarias y accidentales!  ¡Y que eso lo digan gentes que presumen de purísima fe religiosa!

 Entonces también será accidental el primer precepto de la ley natural, que dice: Observa el orden, es decir, somete tu voluntad y tu razón a todo principio y autoridad legítima, lo mismo en la vida individual que en la social, porque son parte del orden querido por Dios.  !Donosa manera de defender los derechos de la Iglesia, olvidando los deberes que ella impone de obedecer a las potestades legítimas que son derivación de la divina!

 A esta extraña aberración ha conducido en algunos el afán de sincerar su conducta destentada con la única comunión social y política de España sometida incondicionalmente al servicio de la Iglesia.  ¡Como si a la Revolución se la combatiese mejor cediéndole parte del campo y oponiendo a sus negaciones rotundas afirmaciones incompletas.

 Tal es, en suma, uno de los sofismas fundamentales con que las banderías separadas de la Comunión tradicionalista finge defender a la Iglesia, haciendo guerra a aquellos de sus hijos que no creen que, para defender a su madre necesiten renunciar a los deberes que ella inculca y a las instituciones amamantadas en su seno.

 Pero, si las víctimas del catolicismo liberal tienen sobrada ocupación con las luchas parlamentarias, convertidas en Iglesia supletoria encargada de enmendar la plana a Dios, depurando sus  enseñanzas en el crisol de sus periódicos, no se sabe ya lo que han aumentado en sus manos los artículos de la fe.  Es inútil creer y practicar todo lo que la Iglesia manda para ser católico. Es además necesario haber recibido el bautismo de la nueva Iglesia y jurar sobre los artículos de sus doctores, que son otros tantos evangelios.

 El concepto de liberalismo ha servido para estas maniobras. Han llevado ya tan lejos sus audacias que, no contentos con sembrar entre los fieles la semilla del cisma, ni con usurpar las atribuciones de la Iglesia juzgando y destituyendo autoridades y anatematizando Obispos, tratan de cohonestar su conducta haciendo liberales por fuerza, y secuaces de errores abominables, a los que todos los días están protestando de que los rechazan y aborrecen.

 Así se está viendo en España, hace más de un año, atribuir a la Comunión tradicionalista, como principios profesados por ella,  el cesarismo y el parlamentarismo, una unidad católica sin sanción, y hasta la tolerancia religiosa y la superioridad de los intereses materiales sobre todos los demás, y otras aberraciones liberales que continuamente rechaza, que odia todo el que se llama tradicionalista.

 Y, sin embargo, se hace casi omiso de explicaciones y protestas, y las calumnias y las injurias continúan con igual fuerza, y si se nota alguna novedad, es en el mayor cinismo en el ataque.

 Si entonces los ultrajados, poseídos de noble indignación, levantan la voz para llamar a las cosas por sus nombres, apellidando calumnia a la calumnia, y vileza a la vileza, los puros vuelven los ojos arrobados en éxtasis hacia el deífico Corazón de Jesús y exclaman:  «¡Ya lo ves, Corazón amantísimo; por consumirnos en tus llamas y defender tus derechos se nos maltrata y ofende; pero no desmayamos por eso tus siervos humildísimos, y continuarán la misma conducta con más ardor, si cabe, que hasta aquí!».

 ¡Y hay gentes cándidas que se enternecen viendo estas muecas jansenistas!

 En los católicos que no han perdido la fe y el sentido común, esos espectáculos producen un efecto semejante al que les causaría ver a Satanás rezando el rosario.

 CONCILIAR LO INCONCILIABLE.

 GUERRA A LA AUTORIDAD EPISCOPAL.

VII

Vivimos en tiempos de lucha y discordia continua, y no es extraño que muchos entendimientos, asfixiados por la atmósfera de confusión que nos rodea, caigan en las más opuestas aberraciones y traten de conciliarlas, sin notar los antagonismos que las separan y las contradicciones que las excluyen.  Así el católico liberal trata de asociar dos principios opuestos, ora proclamando en teoría a la autoridad religiosa en el orden individual, excluyéndola en el social ; ora sustrayéndose prácticamente, en la esfera política, de la subordinación debida al poder de la Iglesia.

 Y de igual manera, lo que llamaremos el racionalismo católico, afirma por un lado la doctrina católica en toda su pureza, y proclama todos los deberes religiosos, mientras sostiene por otro, prácticamente y con pertinacia sectaria, la independencia de la razón, por lo menos en los que se consideran oráculos y depositarios de la verdad.

 El protestantismo comenzaba admitiendo la Biblia interpretada por el juicio privado. Estos nuevos protestantes no tienen la franqueza de los antiguos, y gustan más de los procedimientos jansenistas. Por eso no se contentan con admitir la Biblia, sino que reconocen la autoridad de la Iglesia y todas sus decisiones y enseñanzas; pero con una sola condición, hija de la más rara modestia : que en el  orden social y político se les reconozca el derecho inalienable e imprescriptible de interpretarlas según su criterio individual.

 En una palabra:  según los racionalistas católicos, el Papa es el Vicario de Cristo en el orden puramente religioso; pero, en lo que ese orden se refiere a la órbita social y política, los Vicarios de Dios son ellos, o por lo menos son los encargados de explicar y depurar la palabra pontificia para que llegue a los fieles inmune de toda mancha y exenta de imperfecciones.

 Cuando la verdad sale mandada y publicada por esos entendimientos convertidos, por misterioso designio, en crisoles religiosos y políticos, el que la recibe y humildemente la acata será católico ; pero el que tenga la osadía de creer que le bastan, para conocerla, las enseñanzas del Papa y de los Obispos, es un gentil y publicano digno de reprobación y no sabemos si del fuego eterno, aunque sí del temporal si el tormento y la hoguera estuviesen a disposición de los novísimos editores del Evangelio.

 Un presbiterianismo latente que más de una vez dibujó la figura siniestra del cisma, y una guerra sorda a la autoridad episcopal, son hechos de tal índole que muestran por sí solos el mal que señalamos. Mas, por si nuestras frases pudieran parecer exageradas, transcribiremos aquí las palabras autorizadas con que pinta a la nueva secta uno de los más insignes Obispos españoles, el egregio prelado de Santander :

 «De la funesta raíz del liberalismo brota otra rama viciada que produce muy dañosos frutos en apariencia hermosos, pero que en la substancia se hallan inficionados de la savia o del error liberal… Error que mancilla, si no el entendimiento, el corazón y las obras de muchos que, gloriándose de hijos de la Iglesia, mal avenidos sin duda con la posición que en ella ocupan, y olvidados a la par del deber que a todos los fieles incumbe, conforme al derecho natural, divino y canónico, de honrar la autoridad de los Obispos y obedecer sus prescripciones, se erigen en maestros y jueces de los mismos, criticando y juzgando los actos de su jurisdicción episcopal, tergiversando o mutilando sus palabras, falseando sus conceptos, y hasta censurando los escritos o documentos publicados para instrucción y gobierno de los fieles confiados a su solicitud. Y se hallan algunos, entre los contagiados de ese error, para los cuales no quedan a salvo ni aun la persona y los actos del Soberano Pontífice«. 

 «Los que tal hacen, ¿cómo disculparán su proceder? ¿Dónde hallarán en la doctrina católica razones que sirvan de apoyo a su extraña conducta? Acaso dirán que su celo para la defensa de los derechos e intereses de la Iglesia les mueve a obrar así;  pero  si esa Iglesia de que hablan no es abstracta e invisible, como la fingen los protestantes, deben saber que la Iglesia de Jesucristo es «la plebe unida con el sacerdote y la grey arrimada a su Pastor» ; y por consiguiente, que el Obispo está en la Iglesia, y la Iglesia en el Obispo ; y si alguien no está en el Obispo, no está en la Iglesia».

 Justificadas quedan nuestras frases, si no lo estaban bastante con la sombría realidad de los hechos, por la magnífica pintura trazada con apostólica firmeza por el ilustre Obispo de Santander.

 Al estudiar tan hermosa exposición, vienen a la memoria las enérgicas palabras con que San Francisco de Sales condena el falso celo, causa de odios y rencores sañudos y violentos, y que sólo produce, como amargos frutos, pérdida de la caridad y aumento de discordia.

 ¿Y qué se puede esperar, en beneficio de la Iglesia y de la sociedad, de ese «error» que consiste en proclamar abiertamente la doctrina católica, mientras en la práctica se aplica el reprobado principio de la independencia de la razón, y que lleva unas veces como elemento las exageraciones jansenistas o el falso celo, cuando no las dos juntas?

 Aun tomando por el lado mejor esos puritanismos, ha podido decir de ellos un profesor, gloria de nuestra Comunión, el señor Estrada, con tanta verdad como exactitud: 

 «El exclusivismo sistemático, la depuración permanente, la suspicacia implacable, pueden llevar a una situación como la del antipapa Benedicto de Luna, cuando contemplaba el castillo de Peñíscola, su residencia, como otra arca de Noé, lo único salvado del diluvio universal de la Iglesia».

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