PERSECUCIÓN RELIGIOSA /V. DE MELLA PRIMERA PARTE

LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA,

O PONER LA PALABRA DIVINA EN ESTADO DE SITIO

 

Quizá algunos católicos, de esos que sólo se alarman cuando ven caer a hachazos las puertas de los templos y el puñal de los sectarios tinto en la sangre de los sacerdotes, nos tachen de exagerados al saber que no nos referimos a pueblos extraños al hablar de persecución religiosa, sino a la nación propia, a España, que siendo eminentemente católica por su pasado, por su presente, vive, desde hace muchos lustros bajo el poder de Gobiernos contrarios a sus creencias y a su historia.

 Y sin embargo, digan lo que quieran la hipocresía y la imbecilidad, la persecución religiosa existe feroz y sañuda como pocas veces se ha visto en el transcurso del siglo.

 Verdad es que aun no se nos impide congregarnos en la iglesia a oír Misa, ni se nos prohíbe rezar ni aún defender los fueros de la Esposa de Cristo ; pero está ciego el que no vea que, si la Revolución aún no ha dicho a sus hordas que echen los cristianos a las fieras, ya se consideran con alientos bastantes para amordazar, por medio de iniquidades legales al sacerdote y poner a la palabra divina en estado de sitio ; y aun hacer descender del púlpito al ministro de Dios y encarcelarlo como al más abyecto criminal. Y sordo se necesita ser para no oír los rugidos salvajes de la impiedad, que canta la muerte de la fe en muchos corazones y la victoria de Luzbel.

 No manifiesta sus excesos con tiranía material y sanguinaria, no ; esos procedimientos los desdeña ya por anticuados, y con doblez farisaica, va derecho a su objeto mintiendo tolerancia y libertad y estableciendo legislaciones inicuas para clavar el diente ponzoñoso en las almas sencillas, arrancándoles las creencias católicas, dejándolas desoladas y sombrías, apagando en ellas el fuego amoroso de la caridad.

 Sí, la Revolución, o para hablar más claro, el liberalismo en todos sus grados y matices, no necesita ya de circos ni de tormentos para destrozar carne de cristianos ; le basta y le sobra con las legalidades doctrinarias para hollar y escarnecer a la Esposa de Cristo.

 Esta guerra sorda, corrosiva y mansa que va envenenando los entendimientos con lluvias de sofismas, es lo más implacable y criminal que pudo concebir el genio satánico, porque en ella salen ilesos los cuerpos, perecen los corazones y resultan heridas las almas. No hay en el mundo espectáculo más dolorosamente triste que el que ofrece un pueblo católico caminando, en medio del orden material, a perderse en los abismos de la apostasía, acaudillados por ateos y sofistas que se fingen sus libertadores.

 En la historia del género humano, no hay memoria de un solo pueblo que se haya apartado voluntariamente de la verdad religiosa ; porque, si las revoluciones materiales se verifican muchas veces de abajo arriba, los trastornos morales se realizan de arriba abajo. De ahí que el poder público sea la primera ciudadela que asalta la impiedad para corromper una nación, y que sea también la primera que hay que reconquistar para cristianizar una sociedad e impedir que se consume su apostasía.

 Cuando esto sucede, los hombres se acostumbran a ver florecer la iniquidad y la injusticia bajo las disposiciones del poder soberano ; y el hábito de contemplar el mal llega a matar el instinto del bien, o a considerar como natural y corriente el desorden moral y los males sociales como hechos completamente indestructibles.

 Entonces es cuando, según la frase de Lacordaire, los pueblos se extinguen en una agonía insensible, que aman como si fuera dulce y agradable reposo.

  Y, o mucho nos equivocamos, o España, si la corriente de los hechos no cambia o no se altera profundamente, marcha hacia uno de esos períodos que aparecen en la historia de las naciones.

 Pero, se dirá, ¿no se deberá reconocer que el cuadro anterior está cargado de tintas demasiado sombrías y pesimistas?  De ninguna manera. En los artículos siguientes demostraremos que la realidad es más negra que nuestras palabras, y para no ser meros declamadores, señalaremos las causas del mal y buscaremos su remedio.

LOS HECHOS

II

 El elocuente discurso recientemente pronunciado en el Senado por el insigne Obispo de Salamanca, gloria de España por su ciencia y virtud, ha manifestado claramente el completo desamparo legal de la Iglesia en nuestra patria y la ferocidad con que las sectas descargan sobre ella impunemente el golpe de sus odios.

 Y fue, sin duda, necesaria la afirmación de un Prelado, lanzada en tal sitio ante la oligarquía ministerial, para que algunos católicos despertaran de su letargo y admitieran que no eran meras declamaciones, ni lamentos infundados, las voces de alarma con que en varias ocasiones hemos denunciado como la más horrenda de las guerras y la más cruel de las persecuciones, esta falsa paz de los Gobiernos doctrinarios, que sirve de atmósfera a todos los errores anticristianos que va agostando los corazones con sus maléficos fluidos.

 Al amparo de las Constituciones de 1876, y con la protección de los artículos 11, 12 y 13, consecuencias del onceno principio formulado en la revolucionaria Declaración de 1789, y bajo la tutela de un Código penal librecultista, y convertido por añadidura en letra muerta, se desarrollan libremente y se difunden sin trabas «Las Dominicales» y «El Motín», y todo linaje de publicaciones impías y antisociales. Y escudados con tales armas, asaltan las cátedras y las escuelas y lanzan desde ellas torrentes de sofismas y negaciones que arrastran en sus impuras aguas los indefensos entendimientos de la juventud y los despeñan en las degradaciones de la razón decoradas con el nombre de ciencia.

 De esta manera, a la sombra de la cátedra y de la prensa impía, van levantándose generaciones de ateos sin fe en el alma, muertos para toda idea grande y generosa, pero materia a propósito para todos los envilecimientos y todos los crímenes. Así, las Academias y los Ateneos se pueblan de charlatanes que, sin tener noción de la Filosofía y Teología católicas, sin saber siquiera el Catecismo, disputan con increíble ignorancia y pedantería sobre todas las cuestiones religiosas y sociales. Miran con insolente petulancia a la Iglesia y la condenan juntamente con el maravilloso encadenamiento de sus dogmas, la sublimidad de su moral, la majestad de su culto y la civilización europea que brotó de sus entrañas.

 ¡Y todo porque así lo dice el último figurín de la blasfemia culta llegado de Alemania, o el último inventario de hechos fisiológicos apellidado Ciencia positiva!

 ¡Y estas mesnadas de siervos intelectuales, sujetos al capricho de cualquier sofista, se creen los defensores de la libertad y la encarnación del progreso!

 Y no es sólo la juventud universitaria, por punto general más escéptica que sectaria, la pervertida por las predicaciones irreligiosas. A la vivienda del pobre proletario y del modesto artesano llegan también los aullidos de la impiedad en su forma más repugnante, y por medio de la caricatura grotesca en que se ridiculiza a los ministros del Señor, y el folleto tejido de calumnias, y el periódico librepensador, que excita la concupiscencia y convida a la carne de cura como manjar a propósito para satisfacer el hambre de la pasión emancipada, va cayendo el pueblo de degradación en degradación, hasta considerar la sociedad como una cárcel tenebrosa que es preciso derribar para que la tierra, en vez de tránsito y valle de lágrimas, sea patria definitiva donde se pueda gozar la única felicidad posible, dando rienda suelta a todas las rebeldías del apetito. Y para completar cuadro tan horrendo, la literatura pornográfica más cínica y soez que se puede decir y pensar, aparece como un mar de cieno que mata con sus emanaciones la inocencia y el pudor.

 En suma: al amparo de la legalidad parlamentaria que padecemos, el sacerdote puede ser injuriado, la religión escarnecida, hollada la virtud y ultrajado el pudor con la más absoluta impunidad.  Y cuando el sacerdote levanta indignado su voz denunciando el mal y condenando las inicuas legislaciones a cuya sombra se desarrolla y prospera, ¡ah!, entonces de todos los campos del liberalismo sale un clamor unánime protestando contra el perturbador que se atreve a llamar «imitadores de Lucifer» a los que han hecho del «non serviam» el lema de su bandera, y que lleva su audacia hasta el punto de proclamar los derechos de Cristo y de su Iglesia.

 Tales son los hechos que aparecen a la vista, no ya del observador, sino de cualquiera que contemple un poco la sociedad que le rodea.

 Pero, ¿no tiene ya la libertad límite alguno en la legalidad en que se funda el régimen actual? Sí. Los tiene; pero son de tal naturaleza que ellos mismos son la prueba más patente del espantoso desorden moral en que se oculta con el velo del hipócrita doctrinarismo.

 LO ÚNICO INDISCUTIBLE

 III

La libertad absoluta en la emisión de los pensamientos es un sueño irrealizable, pues, aun cuando el Estado la decretara, el mismo instinto de conservación de los individuos le pondría límites en la práctica. Y tan cierto es esto, que en toda sociedad hay siempre algo indiscutible que la ley procura librar de todo ataque.

 Cuando la verdad es lanzada sin amparo en la arena donde pelean los intereses y las pasiones, el error proclama para sí la inviolabilidad y trata de colocarse en sitio a donde no lleguen los rumores de las disputas y los desórdenes de las batallas. Entonces el límite de la libertad humana no hace más que cambiar de lugar, adornándose la iniquidad con las prerrogativas del derecho; pero el error tiene que contradecirse a sí mismo; y por eso, cuando son negados los derechos de la Iglesia y de la sociedad, y consiguientemente el primario que tiene el hombre de alcanzar su fin último, el poder tiránico que conculca la justicia exige que se respete en él lo que viola en los demás.

 Y así, al panteísta que niega la libertad y la ley moral independiente de la razón humana, ya que se le reconoce como un derecho el poder de propagar tales aberraciones, es absurdo castigarle como un criminal por estampar injurias y calumnias, pues éstas no pueden existir, y no serán otra cosa que palabras sin sentido desde el instante que se suponga que el orden moral es una abstracción sin realidad. Si no existe una ley moral independiente de mi razón, ¿cómo podrá haber conformidad entre ella y mis actos?  Y si en mis acciones no hay acuerdo ni discrepancia moral, ¿cómo podré considerar injuria el hecho de que se niegue una relación que no puede existir?

 De aquí se deduce que el principio liberal, que excluye todo límite religioso y moral, incluye la negación del derecho y de la sociedad.  Verdad es que la teoría liberal es contradictoria, porque tiene su fundamento próximo en el absurdo de admitir derechos contradictorios, que no otra cosa es reconocer en el ciudadano la facultad de defender la verdad o de atacarla, y propagar el error según le plazca. No puede haber derecho contra derecho, ni legitimidad contra legitimidad. De aquí que, para defender tamaña aberración, no hay más recurso que negar la diferencia entre la verdad y el error, o declarar al entendimiento humana incapaz de comprenderla. Pero esto es sumergirse en las tinieblas del escepticismo y negar, no sólo el derecho, sino toda certeza.

 Aquí se puede atacar impunemente, por medio del libro, el folleto y el periódico, a la Iglesia, ultrajar sus dogmas, escarnecer sus prerrogativas, ridiculizar su culto, y ofender y denigrar a sus ministros, sin que las leyes, y los Gobiernos, y los tribunales se opongan a ello. Pero en cambio, es preciso acatar y considerar como indiscutible y sagrada a Doña María Cristina y a Don Alfonso, y a la Monarquía parlamentaria.  ¡Y desgraciado del que en público combata de un modo directo al actual régimen monárquico, y trate de impugnar la legitimidad de la dinastía que la representa!

 Puede, si gusta, blasfemar de Jesucristo, negar a Dios y a toda moral, y a todo derecho y deber, sin que nadie lo estorbe; mas discutir la Monarquía legalizada en Sagunto, y poner en tela de juicio el derecho de la segunda rama borbónica, eso no puede hacerlo nadie sin exponerse a que descargue sobre su frente rudo golpe el brazo del poder. De manera que en la sociedad española goza de más garantías y derechos la Monarquía constitucional que la Religión Católica, o mejor dicho,  esa Monarquía está protegida y amparada por las leyes, y la Iglesia desconocida por ellas, cuando no la atropellan en sus sagrados derechos.

 Semejante desorden moral y político sólo es comparable al que resultaría en el mundo físico si los abismos más hondos apareciesen en lugar de las cumbres más altas, y las cumbres en lugar de los abismos. Invertir así las cosas y colocar un régimen importado hace pocos lustros de tierras extrañas, y una legalidad dinástica negada en los campos de batalla repetidas veces, es el más bárbaro atentado contra el orden moral y la manifiesta violación del derecho cristiano y las tradiciones nacionales.

 Así, Cánovas decía solemnemente en el Congreso, el 17 de Enero de 1884, que la hermandad, la armonía de los partidos gobernantes, no puede realizarse mientras que «todos a una no estemos de acuerdo en que en este país se puede llegar a todo ; pero lo que no se puede hacer ni decir es aquello que en lo más mínimo atente al derecho sagrado de la Monarquía…. , y hay que anteponerla a todo, no sólo en la voluntad, sino con la eficacia de los medios y de los recursos».

 ¡La Monarquía parlamentaria teniendo los derechos y garantías que corresponden a Jesucristo y a la Iglesia!  ¡Una forma parlamentaria y una familia que la representa, inmensamente más respetada y defendida por las leyes que Dios!

 Esto es lo que está pasando en la nación católica por excelencia.

  ¿Cuáles son las causas de tan monstruoso desorden?

+ Estos artículos y los siguientes fueron publicado en «El Correo Español» de fines de 1889 a principios de 1890

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