PROGRESO Y MISERIA

El 7 de enero de 1894 Juan Maragall escribía sobre la edición castellana del magnífico libro de Henry George de la sigueinte manera:

  Sentimos mucho no conocer el nombre del traductor español de la célebre obra de Enrique George, cuyo título es el que encabeza estas líneas, porque ciertamente no es un traductor vulgar ni insignificante. La traducción castellana que acabamos de leer tiene tal sabor del tema que, aún sin conocer el original, juraríamos haber sentido la impresión directa, el calor de vida, de la poderosa garra de George. Este mismo debe ser su estilo en su ruda y pintoresca sencillez, en su claridad portentosa ; este mismo debe ser el hombre, creyente, tenaz, generoso, que padece hambre y sed de justicia y es por ello solo verdaderamente grande.

 Enrique George tiende la mirada sobre la civilización actual, contempla los portentosos adelantos del hombre en dominar la naturaleza, las máquinas, el vapor, la electricidad, todos los elementos y todas las fuerzas puestas al servicio de las necesidades de la vida y de los refinamientos del lujo ; contempla, en una palabra, el gran espectáculo moderno del progreso material. Y al lado de esto se encuentra con las crisis económicas  cada vez más frecuentes y profundas, la miseria y el embrutecimiento que permanece y aumenta en las clases pobres, la intranquilidad y el temor invadiendo las sociedades ; se encuentra con que no sólo el progreso no acaba con la miseria, sino que los principales centros de civilización son los mayores focos de pobreza ; en el tiempo y en el espacio, cuanto más progreso más miseria.

 Este contraste le hiere vivamente y quiere explicárselo, buscar la ley a que obedece ; y no sólo quiere explicárselo sino que pretende remediarlo. Para lo primero se abandona con fe ciega a la Economía Política en cuyos axiomas y en cuyas leyes cree como en los de una ciencia exacta ; para lo segundo invoca una justicia ideal que siente ardientemente y que le impulsa a provocar la mayor felicidad posible para todos los hombres.

 Rechazando con saña la ley de Malthus, sostiene que la tierra es fuente inagotable de riqueza si se le aplica debidamente el trabajo, que la miseria y escasez no deben atribuirse a ruindades de la naturaleza, sino a la rapacidad de los poderosos ; que cuantos más hombres se junten más trabajo reunirán, y cuanto más trabajo se acumula más riqueza se produce ; y que, sin embargo, resulta que cuanto mayor es la riqueza producida, mayor es también la miseria. Solo por culpa de la propiedad individual de la tierra la miseria sigue al progreso como la sombra al cuerpo.

 Una vez ha llegado a la conclusión de que la especulación y acaparamiento de la tierra es la causa de la miseria que acompaña al progreso, deja suspendida esta conclusión sobre la cabeza de la propiedad privada. Son notables también las siguientes palabras con que rechaza el socialismo : «Es cosa clara que nuestros gobiernos sucumbirían al intentarlo. En vez de precisarse los derechos y deberes, tendríamos una distribución romana del trigo de Sicilia, «y el demagogo se convertiría pronto en emperador». La idea socialista es grande y noble y estoy convencido de la posibilidad de su realización ; pero tal estado social no se puede fabricar. La sociedad es un organismo, no una máquina ; sólo puede existir por la vida de sus partes individuales, y en su libre y natural desarrollo estriba la armonía del todo».

   Una vez desembarazado de todos esos que él considera paños calientes, toma cómo único salvador remedio la supresión de la propiedad privada de la tierra, la famosa nacionalización del suelo.  ¡Tierra y Libertad!  exclama George, adoptando en un momento de entusiasmo ese lema de los nihilistas rusos.  Debemos hacer la tierra propiedad común. En esta parte su originalidad y su fuerza de lógica decaen mucho ; no acierta sino a dar vueltas a ciertos argumentos sentimentales y a ciertos ideales de justicia ya desacreditados a fuerza de repetidos y manoseados por todos los aprendices de socialista y comunista.

II

Bajo el título de «Como puede decaer la civilización moderna», ha escrito George un capítulo hermoso y terrible, cuya siniestra sombra se proyecta sobre todo el libro, oscureciendo hasta sus más risueños optimismos.

En este capítulo, a pesar de ser escrito por un creyente, hay toda la profunda inquietud de un espíritu moderno, inquietud que ya se trasluce en las primeras líneas con esta frase a primera vista trivial : «Una civilización como la nuestra debe adelantar o retroceder; no puede permanecer inmóvil». Y más adelante se lee : «Se hubiera considerado un temerario a quien, cuando Augusto transformaba la Roma de ladrillos en Roma de mármol, cuando la riqueza aumentaba y crecía la magnificencia, cuando las legiones victoriosas extendían las fronteras, cuando los modales se hacían más finos, el lenguaje más pulido y la literatura alcanzaba su más alto esplendor, se hubiera creído temerario, repito, a quien hubiera dicho que Roma estaba en su decadencia».

 Efectivamente, George cree, y en esto ve profundamente la realidad, que toda civilización lleva en la misma fuerza que la impulsa el germen de su decadencia; y cree además que la desigual distribución de las riquezas y del poder que acabó con Roma, ha de acabar también con nosotros. Las observaciones que hace a este propósito son vivísimas. Ahora es manifiesto, dice, que la igualdad política absoluta no evita la tendencia a la desigualdad inherente a la propiedad privada de la tierra, y es además claro, que la igualdad política, coexistiendo con una creciente predisposición hacia la desigual distribución de la riqueza, debe finalmente engendrar el despotismo de la tiranía organizada o el despotismo,  todavía peor, de la anarquía…

 Las formas del gobierno popular son aquellas en que más fácilmente puede desaparecer la esencia de la libertad. No hay clases oprimidas a que recurrir, ni clases privilegiadas que defendiendo sus propios derechos, defiendan los de todos.  Y cuando la disparidad de condición aumenta, con el sufragio universal es fácil apoderarse de la fuente del poder, porque éste, en su mayor parte, se halla en manos de los que no sienten interés directo en la conducta del gobierno ; quienes, torturados por la necesidad y embrutecidos por la pobreza, están dispuestos a vender su voto al que mejor lo pague y a dejarse guiar por el demagogo que más grite».

En estas condiciones, «cuanto más democrático sea un gobierno, tanto peor será… Dar el sufragio a los vagos, a los mendigos, a hombres que si no encuentran trabajo han de pedir, robar, o morirse de hambre, es invocar la destrucción… En una democracia corrompida se tiende siempre a dar el poder a los peores… Los mejores gravitan hacia el fondo, los peores flotan en la superficie, y los malvados sólo son desposeídos por los que lo son más… Un gobierno democrático pervertido ha de corromper por fin al pueblo, y cuando un pueblo está corrompido no cabe resurrección». Dice luego que esta corrupción ya ha empezado en los Estados Unidos y avanza rápidamente.

«En todas las grandes ciudades americanas existe hoy una clase que manda, tan bien definida como en los países más aristocráticos. Sus individuos llevan armas en los bolsillos, hacen las listas de las comisiones nominadoras, distribuyen los destinos mediante ajuste, y aunque no tienen ni oficio ni beneficio, visten de lo mejor y gastan dinero con prodigalidad.  ¿Qué son estos hombres?  ¿Son sabios, buenos, instruídos? No ; son jugadores, dueños de garitos, espadachines, o cosa peor… Se ponen al lado de los que gobiernan estas ciudades como las Guardias Pretorianas con los gobiernos de Roma en decadencia. El que aspire a que le entreguen la vara de la autoridad debe ir a sus campos de acción, enviarles emisarios y hacerles regalos y promesas.

Estos son los que nombran los Directores de Escuela, Inspectores, Asesores, Diputados del  Congreso y miembros de las comisiones.  Un Washington, un Franklin, un Jefferson no podrían ir hoy a la Cámara popular de la legislatura de un Estado con más facilidad que bajo en Antiguo Régimen un patán mal nacido podía llegar a mariscal del Francia… ¿No se forma entre nosotros una clase que tiene todo el poder, pero ninguna de las virtudes de la aristocracia?

El dinero lo excusa todo : «Cuando uno roba lo suficiente, de seguro que en la realidad su castigo se limitará a perder una parte de lo robado ; y si roba bastante para quedar con una fortuna, será congratulado por sus amigos, como lo era el pirata normando al volver de una expedición feliz…  Si esto no es volver a la barbarie, ¿qué es?  Hay un vago, pero general sentimiento de contrariedad ; un rencor creciente de las clases jornaleras, una inquietud muy extendida por la revolución que amenaza….

  Hasta el librepensador filosófico no puede considerar el gran cambio en las ideas religiosas sin presentir que este hecho tremendo ha de tener las más importantes consecuencias. Pues lo que se está efectuando no es un cambio en la forma religiosa, sino la negación y destrucción de las ideas de donde nace la religión…. El Cristianismo muere de raíz en la mente popular…. Y no hay nada que lo sustituya…. A no ser que la naturaleza del hombre se haya alterado de repente en lo que la historia universal muestra ser su distintivo más profundo (la religiosidad), las acciones y reacciones más portentosas se están preparando…. Ningún mortal es capaz de apreciar el cambio que se verificará ; pero que algún gran cambio «debe» acontecer, lo empiezan a sentir los hombres que piensan. El mundo civilizado se estremece ante la proximidad de un gran movimiento.

 De todas maneras «cuando la corrupción se haga crónica ; cuando se pierda el espíritu público ; cuando se debilite la tradición del honor, la virtud y el patriotismo ; cuando se desprecie la ley y no quede esperanza en las reformas, entonces en las masas enconadas se engendrarán fuerzas volcánicas que han de desgarrarlo y destruirlo todo…. ¿De dónde vendrán los nuevos bárbaros?   !Pasad por los mugrientos barrios de las grandes ciudades, y desde ahora podréis ver las hordas amontonadas». Cómo morirá la ciencia?  Los hombres acabarán por no leer, y los libros serán pasto de las llamas o se convertirán en cartuchos…».

 ¿Cómo desaparecerá tanta civilización? No se olvide que «los inventos, además del vapor y la imprenta, nos han dado el petróleo, la nitroglicerina y la dinamita… «Hombres fuertes» y sin escrúpulos, elevándose oportunamente, se convertirán en intérpretes del ciego deseo o de las violentas pasiones populares, y «arrojarán las instituciones que hayan perdido su vitalidad. La espada será de nuevo más poderosa que la pluma», y en medio del desenfreno de destrucción, la fuerza bruta y el loco frenesí alternarán con el letargo de una civilización en decadencia….  ¿Podremos decir aún : «después de nosotros el diluvio»? No ; las columnas del Estado se estremecen ahora, y hasta los cimientos de la sociedad empiezan a quebrantarse ante las comprimidas fuerzas de abajo.  ¡Ahora mismo el mosto empieza a fermentar en recipientes viejos, y las fuerzas elementales se juntan para la contienda!  ¡El «fiat» se ha pronunciado».

Todas estas tremendas frases, escritas hace quince años, tienen un sentido profético, bíblico, que se nos presenta aún más imponente al darnos cuenta del camino recorrido en tan poco tiempo. Vivamente impresionados por ellas, en vano han pasado nuestros ojos por las ya pocas restantes páginas del libro, que termina con una especie de  himno a la libertad y a la justicia como conjuradoras de las nubes  que avanzan, que tenemos encima.  !En vano!  Las palabras «progreso, libertad», habían perdido todo su sentido ; su prestigio quedaba oscurecido a nuestra vista, y el libro mismo por entero nos parecía un postrer rayo de sol, uno de los últimos libros que se leerán, porque tal vez pronto ya no será tiempo de leer.

Pero mientras es todavía tiempo aconsejamos su lectura, porque la obra de George es verdaderamente una obra de transición. Su lectura es nuestro examen de conciencia ; por ella contemplamos el apogeo de la civilización que todavía llamamos nuestra, y vemos cómo, por ley de la naturaleza, el último punto de madurez coincide con el primero de descomposición. En ella encontramos reflejado el último fulgor de optimismo enfermizo, el idilio socialista, que quiere mantenerse en lo alto y convertir la tierra en cielo ; ella nos hace sospechar lo falaz de ese cielo ideal, y volviéndonos a la amarga, pero saludable realidad de la tierra, nos fortalece para las próximas convulsiones donde perecerán los débiles. En ella, su autor, sincero y grande hasta en sus desvaríos, nos deja presentir, tal vez a su pesar, una vaga aurora de héroes, héroes que condensan en sí y representan por sí solos todo progreso humano.

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