«SOBRE LA RELIGIÓN»
(De Nat. Deorum , lib. 2 , cap. II)
¿Qué cosa puede haber tan clara y tan visible cuando levantamos los ojos al cielo y contemplamos los objetos que se ven en él, como el que hay alguna deidad de inteligencia perfectísima que gobierna estos seres?
El que sobre esto dudase, no comprendo a la verdad por qué no pueda dudar también de la existencia del sol. Porque, ¿cuál de estas dos verdades es más evidente?
Y si este conocimiento no estuviera fijamente grabado en nuestros entendimientos, ni permanecería tan constante esta opinión, ni estaría confirmada con la larga serie del tiempo, ni se hubiera podido envejecer con las edades y con los siglos, puesto que vemos que las demás opiniones inventadas y vanas se han desvanecido con el tiempo.
Porque, ¿quién cree que ha habido Hipocentauro, o Quimera? ¿O qué vieja se puede hallar tan insensata que tiemble de aquellos monstruos, (las Parcas, las Furias, el Cerbero y otros que fingen los poetas), que se creían en otros tiempos en el infierno? Las falsas opiniones se borran con el tiempo; mas los juicios de la naturaleza se confirman con él. Y así es que entre nosotros y en los demás pueblos subsiste el culto de los dioses, y las sagradas ceremonias de religión van cada día en aumento y se rectifican.
¿Quién reputaría racional a aquel que, viendo los movimientos del cielo tan constantes, el orden fijo de los astros, y todos esos seres proporcionados y conexos unos con otros, negase que hay una causa inteligente y dijese que se han hecho por azar unas cosas que nuestra razón no puede alcanzar con cuánta inteligencia han sido formadas? Cuando vemos moverse artificialmente alguna cosa por medio de una máquina, como una esfera, un reloj, y otros muchos artefactos, no dudamos que aquellas obras son dirigidas por una razón. Y cuando vemos el movimiento y vuelta de los cielos con admirable rapidez, que forma constantemente las estaciones del año, que dan la vida y conservan todos los seres, ¿dudaremos que todas estas obras, no solo se ejecutan por una inteligencia, sino por una inteligencia superior y divina? Desechada pues toda sutileza de disputas, no es menester más que examinar con los ojos la belleza de las cosas que decimos haber sido formadas por la divina providencia.
Cuando vemos primeramente la belleza y resplandor del cielo, la ligereza de sus movimientos tal cual no podemos concebir, y la alternancia de los días y las noches, la variación de las cuatro estaciones, necesarias para madurar los frutos y para la salud de los cuerpos; y al sol, que es el gobernador y jefe de todos estos movimientos, y la luna, con sus crecientes y menguantes, los cinco planetas que son llevados en el mismo círculo dividido en doce partes, y la hermosura del cielo por la noche adornado por todas partes de estrellas. Cuando vemos la multitud de animales criados, unos para sustentarnos, otros para vestirnos ; unos para trabajar los campos, otros para carga ; y al hombre mismo, que está como para contemplar el cielo y adorar a los dioses ; y que toda la tierra y los mares están sujetos ; cuando vemos estas y otras innumerables maravillas, ¿podemos dudar que las gobierna, o alguno que las ha hecho, si son formadas, según la opinión de Platón, o si siempre han sido, según el dictamen de Aristóteles, alguno que tiene el cargo de dirigir tan grande obra?
¿No me he de maravillar yo aquí de que haya quien se persuada que ciertos cuerpos sólidos e indivisibles se muevan por su peso natural, y que se haya hecho un mundo tan adornado y tan bello del concurso casual de aquellos cuerpos?
El que juzgue esto posible, no comprendo por qué no juzga posible también el que si alguien arrojase en un sitio una multitud de caracteres de oro, o de cualquier otra materia, que representasen las veintiuna letras del alfabeto, al caer estas en tierra quedasen formando los Anales de Enio de tal manera que se pudiesen leer inmediatamente, que no sé si la casualidad podría formar ni un solo verso.
¿Y estos aseguran que de átomos, que ni tienen color, ni cualidad alguna, ni sentido, sino que se unen casualmente, se ha formado este mundo?; o por mejor decir, ¿en todos los instantes están naciendo unos seres, y pereciendo otros innumerables? Pues si el concurso de los átomos puede formar un mundo, ¿por qué no puede formar un pórtico, un templo, un palacio, una ciudad, que son obras de menos trabajo y mucha menos dificultad?
Una prueba segurísima se puede dar para que creamos la existencia de los dioses, y es que no hay nación tan fiera, ni hombre tan bárbaro, cuyo entendimiento no esté penetrado de esta opinión. Muchos forman conceptos siniestros de los dioses, lo cual depende de dejarse llevar de costumbres viciosas, pero todos juzgan que hay un ser y poder divino. Y esta opinión no la forma el convenio de los hombres, ni es opinión confirmada por leyes o estatutos. Y en todas las materias el consentimiento universal de las naciones debe tenerse por ley de la naturaleza.
No podemos comprehender la misma divinidad que conocemos, sino como una inteligencia sin mezcla alguna, libre, separada de toda materia corruptible, que penetra todas las cosas, las mueve, y que tiene por sí misma un movimiento eterno. Porque, como dice Sócrates en su Jenofonte, «¿de dónde ha adquirido el hombre su entendimiento?». De dónde el juicio, el pensamiento, la prudencia; ¿dónde la hemos encontrado?, ¿de dónde la hemos tomado? Que hay una naturaleza superior y eterna, en la que deben parar sus ojos y admiración los hombres, lo obliga a confesar la hermosura del mundo y el orden de los cuerpos celestes. Por lo que, así como debe propagarse la religión, que va unida con el conocimiento de la naturaleza, así se deben arrancar todas las raíces de superstición.
A los dioses les debemos veneración y culto. El culto mejor, más puro, más santo y de más respetuoso amor para con los dioses consiste en que los veneremos siempre con pureza, inocencia y santidad así de corazón como de lengua. Pues no sólo los filósofos, sino también nuestros mayores, distinguieron la superstición de la religión.
Tengan, pues, entendido por primer principio los que viven en sociedad que los dioses son dueños y gobernadores de todas las cosas, y que cuanto se ejecuta está bajo su poder y autoridad; que ellos dispensan los mayores bienes al linaje humano, y miran cual es cada uno, cuales sus obras, los delitos que comete, con qué espíritu y con qué piedad honra la religión, y hacen diferencia entre los piadosos y los impíos.
¿Quién negará que son útiles estos pensamientos cuando reflexione cuántas cosas se confirman con juramento, de cuánta utilidad sea la escrupulosa exactitud de los tratos, a cuántos ha retraído de sus delitos el temor de los castigos divinos, y cuán sagrada es la sociedad de los hombres que tienen en medio de sí a los dioses inmortales por sus jueces y testigos?
No puede hallarse el respeto a los dioses, como otras virtudes, en apariencia y simulación, pues quitado el respeto a los dioses, es preciso que no haya ni santidad ni religión; y quitadas éstas, se sigue inmediatamente la inquietud de la vida y una grande confusión. Y no sé si extinguido este respeto a los dioses, podrá no extinguirse la buena fe, la sociedad civil y la más excelente de todas las virtudes, que es la justicia. Es costumbre mala e impía la de hablar contra los dioses, ya de corazón, ya solo en la apariencia externa.
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PENSAMIENTOS DE CICERÓN
TRADUCIDO AL CASTELLANO
PARA INSTRUCCIÓN DE LA JUVENTUD
CON EL TEXTO LATINO Y LA VIDA DEL AUTOR
POR L. C. J.
(Profesor de Latinidad en esta Corte)
MADRID
IMPRENTA DE LA CALLE DE LA GREDA
1807