«CARTA AL SEÑOR OBISPO DE….»

VÁZQUEZ  DE  MELLA 1861-1928

 (De «El Correo Español»,de 14 de Junio de 1899.)

 Mi ilustre y respetable amigo : ¿Por qué no dice usted en público y con su firma muchas de las cosas que tan gráficamente expone en su carta? Eso contribuiría a romper las lágrimas de hielo de que usted habla.

 «Mi báculo no está solo, y aunque no hubiera más que dos, con ellos se puede formar una cruz, y, pendiente de sus brazos, ofrecer a la justicia divina el testimonio del martirio para que se apiade de esta sociedad que se derrumba, de esa Iglesia que se esclaviza, de ese ejército que se hunde, y de esa patria que muere.»

 Perdóneme usted, Sr. Obispo, si, para realizar su deseo, pongo a la cabeza de esta carta abierta esas magníficas palabras que, a pesar de su amargura, vibran con la elocuencia de un apóstol y traen a esta atmósfera de presidio y pantano en que se asfixian las almas nobles, acentos de Mendoza y de Cisneros.

 Usted pertenece a la raza gloriosa de prelados insignes que señalaban con el báculo el sitio donde el guerrero había de clavar, ensanchando las fronteras, la bandera de la patria. Por eso usted, como los que vivimos en el pasado para no ahogarnos en el cieno presente, no puede dirigir en derredor la vista sin pedir al Señor la cruz para ofrecer la vida en ella y alejarse por el camino del martirio de ese mar muerto del honor y de la fe, que se llama el Estado español.

 Pero yo creo que el martirio consiste hoy en navegar sobre estas ondas, sufrir estos vientos que traen disueltos miasmas de muladar, resistir el abordaje de los bajeles en que combaten a la nave de la Iglesia los piratas de la impiedad, y volar a cañonazos, o asaltar con las espadas la nave capitana de esas escuadras enemigas hasta llegar triunfantes a la orilla, y levantar el altar y el trono sobre los despojos y las ruinas de la Revolución aniquilada.

 El triángulo de la masonería judaica aparece ya en las cumbres del Estado como el cuadrante que señala las horas de la ignominia. !Y no ha de haber una palabra de santa ira!…  Labios que han perdonado y bendecido tantas veces, ¿no han de maldecir una siquiera?…

 «Iglesia que se esclaviza, ejército que se hunde, patria que muere…» , y,  ¿vamos a presenciar la esclavitud, el hundimiento y la muerte, sin que los labios de un apóstol pronuncien el anatema contra los poderes prevaricadores que acumulan blasfemias sobre el santuario y crespones sobre la patria desgarrada?

 Señor Obispo, las logias han dado la consigna «abajo los curas» , y con el nombre de «reacción», porque la impiedad todavía es hipócrita, gritan «muera la Iglesia».  Los poderes oficiales autores de la catástrofe, amparadores de la impiedad, dan asiento entre los legisladores al Gran Oriente Español, defendido calurosamente por todos los hermanos durmientes y despiertos que «representan a la católica España».  La Logia hace su entrada solemne en el Parlamento que hasta ahora dirigía en la sombra.   La masonería ruge furiosa, pidiendo, como en el año 1834, carne de religiosos para satisfacer los instintos de antropofagia sacrílega que sabe despertar en las muchedumbres envilecidas que acaudilla.  En la cátedra, en la calle, en el Parlamento y en la Prensa se crucifica diariamente a Cristo. Hiel, vinagre, espinas, lanzadas e injurias recibe todos los días en las grandes ciudades, donde aún resuenan las aclamaciones a Barrabás.

 En vano los discípulos que no le niegan y siguen el camino del nuevo Calvario, y le levantan del suelo, y le ayudan a llevar la cruz, miran impacientes esperando que con noble arranque rompa las filas de la muchedumbre furiosa y deicida, y seque el divino rostro, despreciando las befas y la muerte quien tiene más estrecha obligación de alentar al pueblo fiel para que no desmaye…

 Ríndense al peso de nuestras abominaciones los hombros divinos, palidece con el sudor de la muerte el rostro ensangrentado y…. !el que esperamos no llega!  Cada transacción con los verdugos es una espina más que clavamos en sus sienes.   Levantado sobre el Estado moderno, que es el nuevo Calvario, ya no está el Señor crucificado entre dos ladrones, sino entre millares de ellos.  Las constituciones modernas son el «Inri» de su cruz. Y la turba deicida las comenta regocijada con el antiguo grito blasfemo :  «Nolumus hunc regnare super nos». No queremos que Cristo reine sobre nosotros.

 ¿Y no ha de haber, señor Obispo, una mano sagrada que arranque los clavos y el afrentoso letrero, y restañe las heridas que gotean sangre sobre unos partidos que parecen legiones de réprobos?

   Tiene sed como en la tarde de la redención, y, para aliviarla, ¿vamos a sostener el brazo que alarga la esponja empapada en hiel y vinagre hasta sus divinos labios. No murmuran ya el dulce «Perdónales, Padre mío, que no saben lo que hacen», porque los que le crucifican son apóstatas y saben que es Dios.

 ¡Ah, señor Obispo, qué horas estas de tan penosa pesadumbre para las almas creyentes!  parecen una pesadilla y son una realidad….  «Dios lo quiere» , gritan a lo largo de los campos de batalla los cruzados del siglo XIX . Y Godofredo no descubre las huellas de Pedro el Ermitaño, Luis VII no oye la voz de San Bernardo, Ricardo no recibe alientos de Guillermo de Toro…

 Y los cruzados con su caudillo siguen combatiendo, y a sus corazones, que no se rinden, llegan a veces palabras tristes de almas enfermas, pidiéndoles que arrojen las armas, que dejen a Cristo, alma de España, en poder de los infieles, y hasta que imiten a Pilatos, o acepten a Saladino.

 Señor Obispo, esto tendrá un nombre en nuestra lengua, pero no lo tiene en nuestra historia. En esta tierra de España, nunca se quedaron atrás de la bandera de la patria tremolada por el Rey el guión arzobispal y el pectoral del Obispo.  ¿Y podrá hundirse la fe en las simas abiertas por las logias, la virtud en las ciudades de la Pentápolis, el honor, y la bandera, y la historia de España en una gran catástrofe que, desde su origen hasta su fin, es una inmensa traición  a los derechos e intereses de la víctima para salvar los del verdugo, sin que una voz apostólica, no con los quejidos de Job, ni los lamentos de Jeremías, sino con el fuego de las imprecaciones de Ezequiel, azote el rostro de los tiranos?

 Señor Obispo, más de la mitad del territorio nacional ha pasado del dominio de la fe católica al de Estados herejes. ¿Y hemos de aplaudir, en nombre de la fe de nuestros padres, a los autores de su derrota?

 Pero, ¿a quién se lo pregunto?  ¿Al Prelado insigne, alma de mártir y de apóstol, capaz de ceñir bajo la mitra el casco de Jiménez de Rada o de Cisneros? No, no.  A usted sólo le repetiré la frase final de la carta a que usted alude :  «El ejército cruzado está ya en Santa Fe, a la vista del rey Chico y del último baluarte infiel. Los Reyes Católicos lo acaudillan, pero se echa de menos al Cardenal Don Pedro de Mendoza, que ha de clavar la cruz de plata en el adarve».

 ¿Por qué no ocupa usted su puesto?  Con más efusión que nunca, besaría entonces su anillo pastoral.

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