Apariencias y realidades

Consintamos en hacer una suposición.

Nos encontramos con un extraño, con un ignorante de las cosas de este mundo, y nos decidimos a mostrarle algunos de los espectáculos que se ofrecen a los ojos mortales.

Lo conducimos a un campo de batalla. ¡Qué horrible tumulto! El silbido de las balas y la explosión de la granadas. La confusión, los heridos, los moribundos. El sangriento desorden que Chateaubriand llamaba la batahola de la muerte.

El extranjero se dirige hacia nosotros y nos dice: << Yo no sabía lo que era el odio y acabo de conocerlo >>.  ¡El odio! He aquí en efecto, la invención de los hombres. Ellos no se encontraban lo suficientemente mortales y han acudido al odio para hacerlo aliado de la muerte.

GUERRA

Para calmar al viajero y completar su instrucción, deseo poner bajo sus ojos otras imágenes.

Lo conduzco a un salón del alto mundo. En lugar de los gritos y de las balas, él no encontrara allí sino saludos y sonrisas.

Es aquí que la cultura se muestra espléndida, es aquí que ella florece, es aquí que hay lucimiento dentro de la conversación amable.

En ese culto salón, no hay ni mujeres ni hombres y sí sólamente señores y damas. Las palabras que se dirigen, respiran la educación más exquisita. Nadie acentúa más de lo debido sus palabras. Nadie se acalora con la conversación. Las opiniones  que ahí se manifiestan, tratan de no herir a nadie, permaneciendo todas cerca del justo medio. Nadie es muy religioso: eso sería ir demasiado lejos. Nadie demuestra tener mucha autoridad: eso sería poco elegante. Nadie es muy revolucionario: eso sería chocante.

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Nadie demuestra una fe positiva: eso sería un poco atrasado. Empero, se concede con buena voluntad protección a las creencias antiguas; pues su destrucción, entre las gentes del pueblo, no dejaría de significar graves inconvenientes, y más que todo si fuese completa esa destrucción, pues nada es necesario que sea completo. No es que se quiera que el pueblo deba conservar una fe precisa y viva.

No, en manera alguna.

En cambio, se le desea voluntariamente un vestigio de confianza y un resto de temor. Es muy necesario que el pueblo espere ciertas recompensas para la otra vida, y tema ciertos castigos. Eso lo ayudará a soportar sus miserias en este mundo, y es necesario la prudencia en todo.

Mi amigo comienza a reconciliarse con los hombres.

¡Cuán amables son ellos! ¡Qué hermosa moderación! ¡Qué lejos nos vemos ahora del campo de batalla! Yo le pido a mi extranjero que se fije en un grupo de caballeros a la derecha y en un grupo de damas a la izquierda.

Los primeros hablan de política y de literatura. Se destacan dos particularmente que conversan animados. Yo no oigo muy bien todas sus palabras; miro y escucho desde un poco lejos, pero sé que se habla de escritores modernos. Se maldice a las personas fanáticas que creen todo lo que hay que creer.  <>. Esta frase obtiene un éxito casi unánime. Empero, sale un contradictor que se permite decir:

¿Podrá obtenerse la concordia lejos de la verdad?

Yo lo observo en los rostros como un gesto de sonrisa, y en ciertos ojos algo así como un relámpago frio. Diríase miradas de acero.

Y en el grupo de damas, ¿es que esas flores, esos diamantes, esas figuras elegantes y sonrientes, no excluyen toda la idea de hostilidad o de venganza? Esos abanicos hábilmente manejados hacen saludos y signos; la educación más exquisita preside sus movimientos. Sus gestos ligeros ponen ciertos acentos sobre las palabras pronunciadas.

¿Y sería posible suponer que en estas palabras: querida señora, pronunciadas con cierto encanto, se oculte una impertinencia? No es posible creerlo, ¿verdad? Con una sola mirada esas elegantes se observan, se escrutan, adivinan, creen adivinar, dejan adivinar mil secretos.  Pero, a menos de tener una larga y terrible experiencia de las cosas de este mundo, ¿Cómo permitirse desconfiar a un ramo de flores? No estando ya herido con un dardo que ha atravesado y enfriado el corazón, ¿podrá pensarse que ese dardo puede estar ya oculto allí? No, nunca una tal sospecha poseerá al noble espíritu de nuestro extranjero.

El personaje viajero, que acaba de quedar aterrorizado por los horrores del campo de batalla, se encuentra de nuevo serenado por estas gratas escenas de nuestra amable civilización.

Él cree haber contemplado en su momento la acción espantosa del odio y que actualmente la amabilidad despliega sus encantos a su alrededor.

Y bien, si yo estuviera encargado de su instrucción cultural, si tuviera a mi cargo iniciarlo en nuestros negocios mundanos, he aquí lo que diría: vuestro error es radical. En la atmósfera de los campos de batalla ni un átomo de odio está mezclado. La guerra muele las naciones para mezclarlas, decía José de Maistre, pero este abrazo fogoso no tiene nada de común con la carencia de simpatía. Estos hombres que se degüellan estarán dispuestos en su hora, a socorrerse, a ayudarse después de exponer la propia vida para distribuir la muerte, la seguirán exponiendo tal vez en su hora, por una intención contraria a la muerte. La palabra enemigo presenta aquí un sentido particular y misterioso. El enemigo, es aquel que está delante de vosotros. Vosotros sólo obedecéis combatiendo a un decreto que está fuera de vuestra comprensión. Vosotros obedecéis a un odio que no es el vuestro y que surge de lo más alto que vuestros sentimientos personales.

–          Pero,  – Interrumpe el extranjero- ¿Dónde, pues, está el odio sino en quien da la muerte?

–          -¿Dónde está el odio? Quizás en ese salón en donde te cautivó la amabilidad y elegancia de nuestras costumbres, puede ser que esté en esas sonrisas, en esas finezas, en esas reticencias y sobre todo en esos vacíos y aislamientos.

Te enfadas, luego :  has errado. Decía un antiguo.

Esta frase es tan falsa como célebre. El hombre que se enfada muchas veces tiene razón. Yo diría con más conocimientos: tú te enfadas, luego amas. El hombre que se disgusta es casi siempre un hombre de corazón. Es la cólera del amor, decía asimismo José de Maistre.

El hombre que discute con violencia, que persigue al adversario con sus acusaciones, que quiere a toda costa tomar la trinchera, convertir, persuadir, ese está pleno de ternura.  El furor aparente que el testimonia contra ti no es otra cosa que un deseo vehemente de asimilarse a ti y de conducirte con él a las regiones de la paz y de la victoria.

Si tú lo rechazas de plano, él terminará en el silencio; entonces sí que no amará más. En las discusiones de los hombres bien educados. Aquel que llega a acalorarse es el mismo a quien se acusa de odiar; con todo, es quien más ama.

El que observa una discreción perfecta, el que no deja escapar una sola palabra que vaya contra la prudencia y el cálculo, el que permanece irreprochable en las expresiones y en las apariencias, ese, es muchas veces el que no ama.

El otro se daba, éste se reserva, y parece bondadoso porque es indiferente. El odio no es una violencia, es más que todo una reticencia. No es un ardor, es una frialdad. Es una cantidad negativa; no es un transporte, es una abstención.

Quien ama, habla, lo mismo que quien cree. Yo he creído, y es por eso que he hablado. El que no ama, no habla. Quien vive de su odio vive de su silencio.

Ciertas expresiones imperceptibles colocadas en la mirada o en el gesto son semejantes a las acentuaciones del silencio: ellas indican y miden allí donde falta la caridad hasta que un grado bajo cero ha llegado la frialdad de la separación. Pues éste es el nombre del odio.

Él no es persecución, reproche o furor: él es la separación.

 

ERNEST HELLO

APARIENCIAS Y REALIDADES

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