LA DECADENCIA DE LA CONTROVERSIA

UNA VEZ hubo islas perdidas pero la mayoría de ellas han sido halladas; una vez hubo causas perdidas, pero muchas de ellas han sido recuperadas; pero hay un arte perdido que no ha sido jamás recuperado definitivamente, y sin el cual la civilización no puede sobrevivir  por mucho tiempo y éste es el arte de la controversia. La cosa más difícil de hallar en el mundo hoy día es un argumento. Debido a que pocos son los que piensan, naturalmente se encuentran pocos que puedan discutir. Existen prejuicios en abundancia y también sentimientos, pero estas cosas nacen del entusiasmo sin la molestia del trabajo. Pensar, por el contrario, es una labor difícil; es el trabajo más duro que el hombre puede hacer; y quizá por esto, sean tan pocos los que se entreguen a él. Se han inventado mecanismos para ahorrar el trabajo. A nuestro lado pasan rechinando como trenes expresos que llevan la carga de aquellos que son  demasiado perezosos para pensar por sí mismos, algunas frases altisonantes como “la vida es más grande que la lógica”, o “el progreso es el espíritu de de era”.

Ni siquiera los filósofos discuten hoy; se contentan con exponer. Los críticos no refutan un libro lleno de lógica, y que propenda por toda clase de liviandad moral; a penas lo llaman “atrevido, sincero, y sin temores”. Aun aquellas publicaciones que se jactan de su amplitud de pensamiento en todas las cuestiones, están lejos de practicar el perdido arte de la controversia. Sus páginas no contienen ninguna discusión, sino solo la presentación de puntos de vista; nunca se elevan hasta el nivel del pensamiento abstracto, donde el argumento choca con el argumento como el acero con el acero, sino que más bien se contentan con las ideas personales de alguno que ha perdido su fe y escribe contra la santidad del matrimonio, y de otro que la conserva y escribe a su favor. Ambos lados son un despliegue de trinqui-tranques, que hace todo el ruido de una batalla intelectual creando la ilusión de conflicto, pero que solo es una batalla fingida en la cual no hay pérdidas; hay muchas explosiones, pero nunca un argumento que confunda.

Las causas que explican esta decadencia en el arte de la controversia son dos: religiosa y filosófica. La religión moderna ha enunciado un dogma grande y fundamental que está en base de todos los demás dogmas,  y es, que la religión debe ser liberada de dogmas. Los credos y las confesiones de fe ya no están de moda; los líderes religiosos han convenido en no disentir y han mezclado en un raquítico Humanismo  aquellas creencias por las que nuestros antepasados querían morir. Como otros Pilatos han dado la espalda a la verdad única y han abierto sus brazos de par en par a todas las modalidades y fantasías que la moda pueda dictar.

La muerte de los credos y los dogmas significa la muerte de las controversias. Los credos y los dogmas son sociales; los prejuicios son privados. Los creyentes chocan unos con otros en miles de ángulos diferentes, pero los fanáticos evitan encontrarse con los otros, porque el prejuicio es antisocial.

Puedo imaginarme a un calvinista de viejo estilo, que sostuvo que la palabra “daño” tiene una significación dogmática tremenda, chocar intelectualmente  con un metodista de viejo esto también y que sostuvo que era apenas una palabra maldita; pero no puedo imaginar una controversia si ambos deciden perjudicar al mismo daño, como los modernistas que ya no creen en el infierno.

La segunda causa, que es la filosófica, se basa en esa peculiar filosofía americana, llamada “Pragmatismo”, cuya mira es probar que todas las pruebas son inútiles. Hegel, de Alemania, racionalizó el error; James, de América desracionalizó la verdad. Como resultado, han brotado una inquietante indiferencia hacia la verdad, y la tendencia a mirar lo útil como verdadero, y lo que no es práctico como falso. El hombre que puede sacar una conclusión cuando se le presentan pruebas es mirado como un fanático, y al hombre que ignora las pruebas y la búsqueda de la verdad se le considera un hombre liberal y tolerante.

Otra prueba de la misma falta de respeto por los fundamentos racionales es la prontitud que por lo general todas las mentalidades modernas muestran para aceptar una afirmación solo por la forma literaria en que está escrita, o por la popularidad de quien la dice, antes que por las razones que haya detrás de esa afirmación. En este sentido es una lástima que algunos hombres que piensan tan pobremente puedan escribir tan bien. Bergson escribió una filosofía basada en la premisa de que lo mayor viene de lo menor, pero logró encubrir esta monstruosidad intelectual con tal melifluidad francesa que se le considera como un gran pensador muy original. Para algunas mentalidades, por supuesto, lo asombroso siempre será lo profundo. Es más fácil atraer la atención de la prensa cuando una dice, como dijo Ibsen, que “dos y dos son cinco”, que seguir siendo ortodoxo y decir que dos y dos son cuatro.

Quizás más que otras formas del cristianismo, la Iglesia Católica muestra la decadencia de la controversia. Tal vez, nunca antes en toda la historia del cristianismo ha estado ella tan empobrecida intelectualmente por falta de buena y de sana oposición intelectual. Como al presente. Hoy no hay enemigos de su acero. Y si hoy la Iglesia no está produciendo grandes monumentos de pensamiento, o lo que podría llamarse “edad del pensamiento”, es porque no ha sido retada a hacerlo. Lo mejor viene siempre cuando se ha arrojado un guante: y también lo mejor en el pensamiento.

La Iglesia gusta de la controversia; la desea por dos razones: porque el conflicto intelectual es constructivo, y porque ella está terriblemente enamorada del racionalismo. La gran estructura de la Iglesia Católica ha sido construida por medio de la controversia. Fueron los ataques de los docetistas y los monofisitas en el primer siglo de la Iglesia, los que aclararon la doctrina concerniente a la naturaleza de Cristo; fue la controversia con los reformadores la que clarificó sus enseñanzas de la justificación.

Y si hoy no hay definidos tantos dogmas como en los primeros siglos de la Iglesia, es porque hay menos controversia, y menos pensamiento. Uno debe pensar que es un hereje, aun cuando sea pensar mal.

Aunque alguien no aceptara la autoridad infalible de la Iglesia, al menos tendría que admitir que la Iglesia en el curso de los siglos ha mantenido su dedo en el pulso del mundo, definiendo siempre aquellos dogmas que necesitaron ser definidos en cada momento. A la luz de este hecho sería interesante averiguar si es verdadera nuestra pregonada teoría del progreso intelectual. ¿Acerca de qué pensaba el mundo cristiano en los primeros siglos? ¿qué doctrina hubo que clarificar cuando se agudizó la controversia? En los primeros siglos la controversia giraba en torno a problemas tan elevados y delicados como la Trinidad, la Encarnación, la unión de las naturalezas en la persona del Hijo de Dios. ¿ Cuál fue la última doctrina que se definió en 1870? Fue la capacidad del hombre para usar su cerebro y llegar al conocimiento de Dios. Ahora bien, si el mundo está progresando intelectualmente, ¿cómo podía ser definida la existencia de Dios en el siglo primero, y la naturaleza de la Trinidad en el diecinueve? En el orden de las matemáticas esto es como definir la complejidad de los logaritmos en el año 30 y la simplificación de la tabla de sumar en el año 1930. El hecho es que hay ahora menos oposición intelectual a la Iglesia y más prejuicio, lo cual, al ser interpretado, significa que hay menos pensamiento, incluso menos pensamiento malo.

La Iglesia gusta de la controversia no solo porque ésta le ayuda a aguzar su ingenio; la desea también por su propio bien. Se acusa a la Iglesia de ser enemiga de la razón; sin embargo, es un hecho que ella es la única que cree en la razón. Usando su razón en el Concilio del Vaticano, ella oficialmente dejó constancia del racionalismo, y declaró contrariamente la irónica humildad de los agnósticos y la fe sentimental de los fidelistas, que la razón humana por su propio poder puede conocer algo más allá del contenido de los tobos de ensayo y las retortas, y que operando sobre sus fenómenos meramente sensibles pueden remontarse aun hasta los “almenares ocultos de la eternidad”, para descubrir allí la eternidad sin tiempo y el espacio más allá de todo el espacio que es Dios, el Alfa y Omega de todas las cosas.

La iglesia pide a sus hijos que piensen duro y piensen limpio. Luego les pide que hagan dos cosas con sus pensamientos. Les pide que exterioricen esos pensamientos en el mundo concreto de la economía, el gobierno, el comercio y la educación, y que por la exteriorización de la belleza, limpien los pensamientos para producir una civilización bella y limpia. La calidad de cualquier civilización depende de la naturaleza de los pensamientos que en sus mentalidades dejan el legado. Si los pensamientos exteriorizados en la prensa, la cámara o el senado, o la tribuna pública, son bajos, la civilización misma se contagiará de su carácter bajo de la misma rapidez con la que un camaleón toma el color del objeto sobre el cual se coloca. Pero si los pensamientos que sean expresados y los articulados son altos y señeros, la civilización, como un crisol, se llenará con el oro de las cosas que valen.

La iglesia no sólo pide a sus hijos exteriorizar sus pensamientos y así producir cultura, sino también interiorizar sus pensamientos y así producir espiritualidad. El constante dar seria disipación al menos que se suministrara nueva energía desde adentro. En efecto antes que un pensamiento pueda ser emitido hacia fuera, debe nacer en el interior. Pero no nace ningún pensamiento sin el silencio y la contemplación. En la quietud y el silencio de nuestros propios pasos intelectuales, cuando el hombre medita en el propósito de la vida y su meta, se desarrolla el verdadero carácter. Y un carácter está hecho por la clase de sus pensamientos que un hombre piensa cuando está sólo, y una civilización está compuesta por la clase de pensamientos que un hombre expresa a sus vecinos.

Por otra parte, la iglesia desaprueba el pensar mal, porque un mal pensamiento que se suelta es más peligroso que un hombre salvaje. Los pensadores viven; los labradores mueren un en un día. Cuando la sociedad encuentra que es demasiado tarde electrocutar un pensamiento, entonces electrocuta a un hombre. Hubo un tiempo  en que la sociedad cristiana quemó el pensamiento con el fin de salvar la sociedad, y después de todo, algo se puede decir a favor de esta práctica. Matar un mal pensamiento puede significar la salvación de diez mil pensadores. Los emperadores romanos tuvieron presente este hecho; mataron a los cristianos no por que necesitaran sus corazones sino porque necesitaban sus cabezas, o mejor, sus cerebros: cerebros que estaban meditando la muerte del Paganismo.

Es para pensar en la muerte del Nuevo Paganismo para lo que fueron escritos estos capítulos.

Fulton J. Sheen.

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