Sobre la Conciencia / M. Cicerón

 

CICERÓN

SOBRE LA CONCIENCIA

(Ad Attic. Lib XII, cap. XXVIII.

Tuscul. Lib II, cap. XXVI

De Legibus. Lib. II, cap. IV)

El testimonio de mi conciencia es para mí de mayor aprecio que los discursos de todos los hombres. Para mí son más laudables las cosas que se ejecutan sin ostentación y sin testigos públicos, no porque se haya de huir de ellos, pues todas las buenas acciones exigen ser expuestas a la luz pública, pero con todo eso, no hay teatro mas magnífico para la virtud que la propia conciencia.

La virtud, que conduce al hombre al bien y le aparta del mal, no solo es más antigua que la edad de los pueblos y de las ciudades, sino que es igual a aquel Dios que conserva y gobierna los cielos y la tierra.  Pues no puede haber inteligencia divina sin razón, ni razón divina sin la facultad de sancionar lo bueno y lo malo.  Y no porque en ninguna parte se hallase escrito que, en un puente estuviese contra todas las tropas de los enemigos, uno mandase cortarlo por la espalda, juzgamos que aquel Cocles hizo, sin ninguna ley que lo ordenase, una acción tan heroica de valor  : (Cocles, uno de los Horacios, había perdido un ojo en un combate).  Y aunque en el reinado de Tarquino no hubiese en Roma ley escrita acerca de los estupros, no por eso dejó Sexto Tarquino de obrar contra una ley eterna, violentando a Lucrecia, hija de  Tricipitino. Pues había una ley, que procede de la misma naturaleza, que impele al bien y retrae del mal, la cual no comenzó a ser cuando se escribió, sino cuando tuvo su origen, y este le tuvo juntamente con la inteligencia divina.

Es la ley, la recta razón, conforme a la naturaleza, extendida entre todos los hombres, constante y eterna, que nos impele al bien mandando, y nos retrae del mal prohibiendo ; la cual no obstante no en vano manda o veda a los buenos, ni con sus preceptos y prohibiciones mueve a los perversos.   Esta ley no se puede substituir con otra, ni es lícito ni posible derogarla en todo o en parte.  Ni el Senado, ni el pueblo puede dispensarnos de esta ley. Ni hay que buscar otro expositor o intérprete que ella misma. Ni es una en Roma y otra en Atenas ; una al presente, y otra en lo sucesivo, sino que en todos los tiempos y a todas las naciones comprehende esta ley única, eterna e inmortal ; y uno solo es el maestro común y cabeza de todos los hombres :  Dios. Él es el inventor, juez y promulgador de esta ley, a la cual, el que no obedece, será enemigo de sí propio, despreciará su mismo ser, y en esto sufrirá el más grave castigo aunque se liberte de todos los demás que son tenidos por tales.

Y así sufren su castigo, no tanto por los Tribunales, (los cuales no hay en todas partes, y muchísimas veces se les engaña), cuanto por la conciencia, pues los agitan y persiguen las Furias, no con teas encendidas, como dicen las fábulas, sino con los remordimientos de la conciencia y el tormento del delito.  Porque no creáis, como lo veis infinitamente en las fábulas, que aquellos que obran impía y sacrílegamente son agitados y aterrados con las teas encendidas de las Furias. A cada uno le atormenta en gran manera su propio delito y el horror que lleva consigo ; a cada uno le conturba su propia maldad, sus malos pensamientos, y los remordimientos de su corazón lo aterran. Estas son las domésticas Furias de los impíos.

Y si a los hombres los debiera retraer de la maldad el castigo, y no la naturaleza, ( es decir, la ley natural), ¿qué congoja molestaría a los impíos, quitado el temor de los castigos? Mas cuando para ser hombre de bien nos movemos, no por la misma honradez, sino por alguna utilidad o fruto, entonces somos astutos, no hombres buenos. Porque, ¿qué hará en lo oculto aquel que nada teme sino al testigo y al juez? , ¿qué hará en un lugar desierto cuando encuentre solo y sin defensa a un viajero cargado de oro a quién puede robar?  Nuestro hombre de bien y justo por naturaleza, le hablará en este lance, le favorecerá y le acompañará por el camino. Mas aquel que nada ejecuta por respetos de nadie, ya véis lo que hará. Pues aunque me dijera que ni le quitaría la vida, ni robaría el caudal, nunca diría que lo dejaba de hacer por juzgarlo malo, sino por temor que no se supiese y le sobreviniese el castigo.  ¡Oh reflexión digna de avergonzar  no solo a los hombres doctos, sino aún a los rústicos!

Nosotros debemos vivir muy persuadidos de que, aun cuando pudiéramos ocultarnos de los dioses y de los hombres, jamás debemos cometer delito alguno de avaricia, de injusticia, de liviandad, ni de incontinencia. 

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